Las campañas de prevención del sida son necesarias. Sin embargo, la utilidad de la actual es discutible y parece inscribirse más en un esquema de promoción de una agenda excluyente.
Se estima que en el mundo hay alrededor de 42 millones de personas infectadas con el VIH. Un cuatro por ciento tiene menos de 15 años y un 43 por ciento son mujeres. Del total de infectados, un 60 por ciento habita en el África Subsahariana y es allí donde el virus se propaga con más rapidez. El ritmo de crecimiento de nuevos infectados se ha ido moderando a medida que se han socializado sus causas, pero aún son millones cada año. La abstinencia sexual o la fidelidad, ciertamente constituyen formas de evitar el contagio de esta mortal enfermedad. Pero hay infidelidad en las parejas, sexo casual y promiscuidad. Las campañas que intentan evitar estas conductas y promover los «buenos comportamientos» rara vez tienen éxito. Después de todo, a las personas no les imponen costos ni les entregan beneficios que motiven cambios en sus conductas.
De hecho, pocos factores han influido tanto en el comportamiento sexual de las personas como la emergencia del sida. Eso ha ocurrido, precisamente, porque esta enfermedad ha elevado el costo de las relaciones sexuales casuales no protegidas. La evidencia dispersa sugiere que ha aumentado significativamente el uso del condón. Es inevitable, entonces, que una política que aspire a evitar la propagación del VIH apunte a divulgar los efectos de la infección, las formas de contagio y, desde luego, formas de evitarlo que vayan más allá de la abstinencia o fidelidad.
Estas campañas inevitablemente generan controversia. En parte, porque ponen el peso en el uso del condón y poco en los otros métodos de prevención. Sin embargo, tiene sentido que el énfasis esté ahí. Una vez que las causas de la infección son ampliamente conocidas, el balance entre la abstinencia o la fidelidad y otros comportamientos sexuales es difícil que pueda ser modificado por una campaña que promueva el uso del preservativo. En cambio, puede reducir los riesgos de contagio en los grupos más expuestos. Esto sugiere que el temor de que estas campañas incentiven el sexo casual o la promiscuidad es infundado. Hay unos pocos estudios que sugieren que los «programas de sexo seguro» podrían incentivar la actividad sexual entre los adolescentes, pero también existen otros que los contradicen. La evidencia al respecto, entonces, es más bien ambigua.
Con todo, estas campañas tienen que poder defenderse a la luz de sus potenciales beneficios. No es evidente que en la campaña actualmente en desarrollo éstos estén presentes. Tendría sentido si hubiese demasiada desinformación sobre las formas en que se transmite este virus y los métodos de prevención. Pero la población, en una proporción elevada, está bien informada al respecto, especialmente de la importancia del condón como método de prevención. Así por lo menos se desprende de los diversos antecedentes que se han recogido en nuestro país en los últimos años. Por cierto, en otros aspectos queda la sensación de un grado importante de desconocimiento, pero ahí también parece jugar un papel el hecho que los antecedentes se recogen a través de preguntas que dan para dobles lecturas. Y en los otros casos la información tiene que ser específica y dirigida a rebatir creencias equivocadas. Por eso es que la actual campaña no tiene demasiado sentido y cuesta creer que rinda algún fruto. Cuesta creer, además, que los propios expertos confíen en su efectividad.
En esta campaña específica parecen plausibles otras motivaciones. «Kulturkampf» es el término acuñado en los primeros años del Imperio Germano para referirse a los esfuerzos del Canciller Bismarck para reducir la influencia católica en Alemania. El término se ha empleado en otros países, en particular en Estados Unidos, para describir la creciente polarización y realineación ideológica que se ha producido en la cultura y vida política de ellos. La particularidad de estos conflictos culturales es que la población se alinea en diversos temas en torno a dos polos claramente identificables y de manera repetida. Estas alineaciones tienen poco que ver con clases sociales, religiones particulares, raza e incluso afiliación partidaria. En su libro «Guerras Culturales», de 1991, el profesor James Hunter de la Universidad de Virginia llama a estos polos «Ortodoxo» y «Progresista». Más allá de los términos elegidos, no cabe duda que nuestro socio comercial del norte parece estar hace rato embarcado en estas guerras que agrupan a su población en dos polos y donde el principal interés no es entender las posturas del otro o enriquecer el debate democrático, sino imponer una agenda excluyendo a otras.
Por historia y tradición cuesta creer que nuestro país pueda embarcarse en conflictos similares y realinear al país ideológicamente en polos equivalentes. Pero algo de eso se respira en el aire. La reciente campaña de prevención del sida agrega poco a lo que ya sabe la población sobre la materia y está en el límite de lo que cabría entender como una batalla cultural. Está marcada por la promoción de una agenda que no se pone en el lugar del otro y, por tanto, se percibe como excluyente. Tampoco hay que engañarse: las respuestas a la campaña también tienen mucho de exclusión. Pero, claro, la primera utiliza los recursos del Estado para promover una agenda particular cuando lo que corresponde con esos recursos es incentivar un proceso de deliberación pública. Mientras tanto, los chilenos tienen pocas ganas de tomar partido en esta guerra. Más bien esperan que estas diferencias y conflictos puedan expresarse abiertamente y enriquecer la discusión en esta materia.