Los debates televisivos acordados entre los candidatos generan expectativas. Es difícil que éstas sean satisfechas porque las diferencias entre los principales postulantes no están explicitadas. Quizás el reflejo de una publicidad política insuficiente.
La mano temblorosa de Jorge Alessandri en el debate presidencial de 1970 habría sellado su suerte electoral. Diez años antes, esta vez en Estados Unidos, en el primero de cuatro debates que sostuvieron los candidatos presidenciales, el rostro juvenil y bronceado de John Kennedy, consecuencia de su recorrido por la soleada California en las semanas anteriores a ese debate, contrastaba con el rostro demacrado de un Richard Nixon todavía convaleciente de un serio accidente en su rodilla, que lo tuvo dos semanas en el hospital y que lo hizo bajar diez kilos. Su negativa a maquillarse para esa ocasión hizo aún más evidente el contraste entre ambos. Este parece haber sido en definitiva el hecho que zanjó esa disputada elección. Las imágenes y no las palabras parecen tener la fuerza de decidir los resultados de estos debates. No dudan de ello quienes escucharon el debate por radio. La opinión generalizada entre éstos era que había triunfado Nixon. En cambio, los 70 millones de espectadores que vieron el primer debate televisado en la historia estadounidense pensaron todo lo contrario.
Los candidatos presidenciales de todos los rincones del planeta han aprendido la lección y han regulado en demasía estos encuentros. Los cuidados son tan excesivos que la posibilidad efectiva de confrontar ideas queda ahogada. Por cierto, es mucho más fácil controlar las imágenes que las palabras. Ya no vemos postulantes pálidos o temblorosos, pero siempre hay una oportunidad de que los candidatos cometan errores que minen la confianza o credibilidad que el electorado deposita en ellos. La recordada afirmación de Gerald Ford en el debate presidencial de 1976 de que «no existía una dominación soviética en Europa del Este» es un ejemplo de ello. Por eso es que hasta lo que se dice en un debate se estudia cuidadosamente. De ahí las dudas respecto de la real efectividad de estos eventos. Por supuesto, siempre puede ocurrir algo sorpresivo que marque una diferencia impensada.
Con todo, los debates televisivos tienen especial sentido cuando las diferencias entre los candidatos están claramente explicitadas. Si ésta no es la situación no se contrastan opiniones y el debate pierde un poco de sentido. Por cierto, los candidatos y los partidos tienen historias que se hacen notar, pero las elecciones son también una mirada sobre el futuro. Si no hay posibilidades de contrastar las distintas miradas el debate televisivo se empobrece. Entre nuestros principales postulantes no se ven las diferencias que permitan una discusión de interés. Ellas seguramente existen, pero las posibilidades de explicitarlas son escasas. En parte, porque a pesar de que los candidatos están en campaña, la discusión está fuertemente dominada por la coyuntura y en un sistema tan presidencialista como el nuestro es bien difícil que el Ejecutivo pierda el control de la agenda pública.
En estas circunstancias, los candidatos tienen pocas posibilidades de precisar sus posturas y mensajes. Es un escenario, en general, favorable para el oficialismo. En los regímenes parlamentarios, donde la deliberación pública ocurre mayoritariamente en el parlamento, esa ventaja es menos obvia. De hecho, los contrastes entre las opciones de gobierno son mucho más evidentes. Para contrastar visiones en un régimen presidencial y fortalecer este aspecto de la competencia política es irreemplazable la publicidad política. Ésta existe en nuestro país, pero tiene restricciones significativas. La más importante es la imposibilidad de contratar publicidad en televisión. Existe la franja, pero, por sus características de ladrillo, no es especialmente efectiva desde el punto de vista de promover la competencia política. Son muchas las democracias que permiten la contratación de publicidad televisiva en tiempos de campaña. Algunas sin mayores restricciones como Estados Unidos y Finlandia. Otras como Alemania e Italia, que imponen algunas restricciones y, además, otorgan tiempo gratuito. También existen aquellas como Francia, que no permiten publicidad en televisión.
La crítica habitual a la publicidad pagada en televisión es que ella elevaría los costos de las campañas y podría, a través de esta vía, producir una fuente de desigualdad política. Dejando de lado los estudios que sugieren que las diferencias de gasto en las campañas no son especialmente determinantes en los resultados electorales, no es evidente que la posibilidad de contratar televisión suba los costos. En ausencia de este elemento, los candidatos utilizan otros métodos de campaña eventualmente menos efectivos y, por tanto, a la larga más caros. En cambio, la publicidad pagada en televisión provee mejor información al electorado, clarifica las posturas y diferencias de los candidatos, equipara el peso del Ejecutivo en la agenda y potencia los debates. En suma, fortalece la competencia política. En las actuales circunstancias cabe apostar por la intrascendencia de los próximos debates.