Chile, en materia de educación, tiene una larga, compleja y exitosa tradición de cooperación pública y privada. Fue el ministro de Instrucción Pública Abdón Cifuentes quien, con una ley promulgada en 1872, promovió la libertad de enseñanza. Aunque su política pareciera a primera vista liberal, sus motivaciones obedecían a su acérrimo catolicismo. En efecto, en ese entonces el conflicto era entre una educación estatal laica y otra católica sometida al Estado. Esta última exigía autonomía. Y lo logró. En cambio, hoy el conflicto educacional se centra entre los que están a favor o en contra del lucro. Algunos exigen, por creencias tan profundas como el propio dogmatismo católico, el findel lucro. Sin embargo, a nadie pareciera importarle la calidad.
Antes de 1981, año en el que se promulga la famosa y controvertida Ley General de Universidades, existían en Chile sólo ocho universidades (dos estatales y seis privadas, todas con subvención estatal). Un segundo decreto, menos debatido, exigió la fundación gradual de universidades “derivadas”. Entre 1981 y 1993 se desprenden, a partir de algunas de las ocho universidades originales, 16 nuevos planteles, cuya gran mayoría están en regiones (Universidad de Playa Ancha, Biobío, Antofagasta, Los Lagos, Arturo Prat, etc.).
Como los chilenos valoramos poco nuestra propia historia, no existe consenso sobre lo que motivó al régimen militar para promover la Ley General de Universidades que prohibía el lucro. Es posible que en el segundo decreto, cuyo objetivo era desmembrar a algunas universidades, hayan existido razones políticas. Pero no resulta evidente la razón que tuvo la dictadura de Pinochet —movida por principios liberales— para prohibir el lucro en las universidades.
Es indiscutible que antes de 1981 la educación universitaria en Chile era el privilegio de unos pocos. En la década de los 80 se crearon 11 universidades y en la década de los 90 se formaron otras 29. No vale la pena recordar lo que ha sido este revolucionario proceso de creación de casas de estudios. Muchos chilenos se han beneficiado con esta verdadera revolución. Nos llenamos la boca recordando que hoy siete de cada diez universitarios son primera generación en la universidad. Pero apareció el lucro, demonizado por el angelical rostro de Camila Vallejo, y muchos comenzaron a rasgar vestiduras.
Cualquier estudiante de Economía hubiera dudado de que, simplemente prohibiendo el lucro por decreto, se eliminarían las utilidades. Por lo demás, en Chile tenemos cierta tradición histórica en este arte de “hecha la ley, hecha la trampa”. Sólo recuerde que el divorcio era ilegal, pero durante años usamos el subterfugio del cambio de domicilio.
Este gobierno ha realizado y sigue realizando cambios sustantivos para mejorar una situación que claramente era insostenible. Es cierto que el espíritu de la ley no se ha cumplido y han existido abusos flagrantes. Pero el foco del debate debería estar en la calidad, y no en la simplona consigna del lucro. Como defensor de la libertad, no veo inconveniente alguno en que existan universidades con fines de lucro, siempre que la información esté disponible. O sea, que exista transparencia. Tampoco me molesta que existan universidades católicas, judías, musulmanas, agnósticas o simplemente laicas. Al final, el mercado y las personas siempre eligen mejor que el Estado.
Para terminar con tanta hipocresía, quizá debiéramos partir por reconocer que muchas universidades privadas, con y sin fines de lucro, lo están haciendo bien. De hecho, son mucho mejores que una serie de universidades públicas de baja calidad que actualmente sobreviven con nuestros aportes fiscales. Y así finalmente podríamos reconocer que en educación el deber del Estado no es prohibir el lucro, sino garantizar la calidad.