El diálogo entre Gobierno y estudiantes partió algo forzado. Se notaba desde los inicios que éste pendía de un hilo muy delgado. Las desconfianzas eran elevadas, contexto que no nos debe extrañar en un país donde en confianza interpersonal estamos, por lejos, en el último lugar entre los países de la OCDE. Superarlas requería un esfuerzo sobrehumano. Las causas específicas que hicieron que esta iniciativa no prosperara podrán ser motivo de largo análisis y cada persona tendrá su interpretación.
En todo caso, el quiebre del diálogo no hace desaparecer la urgencia de abordar una reforma que nos deje en una situación mejor que la actual. Los estudiantes y el Gobierno tienen distintas miradas respecto de cuáles son los cambios que provocan ese nuevo equilibrio superior. Tampoco esto debería ser motivo de sorpresa. De eso se trata el desarrollo de distintas sensibilidades políticas en las sociedades abiertas y democráticas.
En el caso de Chile tenemos una larga historia de culturas políticas con particularidades que se resisten a desaparecer a pesar de agruparse la mayoría de ellas en torno a grandes bloques (esto último, por cierto, con bastante presión del sistema electoral). En la izquierda no concertacionista las sensibilidades son, más allá del Partido Comunista, casi tantas como personas existen en torno a esa visión.
Las diferencias no se pueden hacer desaparecer y tampoco callar sino que se deben procesar apropiadamente. Si bien no es imposible que una mesa entre estudiantes y Gobierno, este u otro, pueda procesar razonablemente las discrepancias que registra, las probabilidades no son altas. No sólo porque un actor relevante como el Congreso no está representado en ella, sino que también, y quizás principalmente, porque un movimiento estudiantil o ciudadano no está demasiado predispuesto a ceder en sus posturas.
Una razón importante para ello es que su función central no es deliberar sino fundamentalmente representar los acuerdos (no las ideas generales como hacen los partidos y los políticos elegidos) de sus bases. Ellos imponen mandatos específicos que no facilitan adoptar posturas flexibles. Se pueden modificar, pero ello exige un nuevo acuerdo que origina un mandato específico. En este tipo de organizaciones las posturas individuales de los dirigentes son poco relevantes.
Hay una segunda razón que dificulta las negociaciones. La política es un juego de encuentros y deliberaciones permanentes. Los partidos tienen historia y se construyen en torno a ciertos ideales y principios que perduran en el tiempo. Ello los hace razonablemente predecibles. Ambos factores, la deliberación repetida y su historia, les otorga un grado de flexibilidad que no tiene un movimiento estudiantil al no poseer ninguno de ellos.
Se sostiene, a menudo, que son justamente los estudiantes más «institucionalizados», es decir aquellos que pertenecen a partidos o agrupaciones más permanentes, los que han mostrado más flexibilidad, pero esto era predecible desde un comienzo. No lo era, en cambio, que sus posturas iban a quedar superadas.
En este escenario la alternativa más razonable es trasladar el debate al Congreso. Ahí debería haber capacidad para avanzar y flexibilizar posturas. Es el lugar más apropiado para deliberar. Ello no cierra la puerta al diálogo y menos desatiende las preocupaciones de los estudiantes. Es el espacio que tiene la democracia para resolver y procesar sus diferencias. Otras instancias pueden ser un apoyo, pero si no prosperan no ha pasado nada grave y se debe acudir a nuestras instituciones más formales.