La tipificación de qué constituye un acto terrorista es siempre difícil. Los países tienen diferencias al respecto. Es evidente que involucra infundir temor de modo sistemático a personas inocentes con el fin de lograr un objetivo político específico. Pero es la forma en la que ese miedo es provocado lo que, en las legislaciones comparadas, define si el acto cometido puede calificarse como terrorista o simplemente como un delito. En algunos cuerpos legales, los atentados incendiarios contra la propiedad privada realizados con fines políticos califican como acción terrorista.
En otras circunstancias, más bien las actuaciones tienen que estar expresamente dirigidas contra personas o al menos poner en riesgo seriamente la integridad de éstas. Muchas de estas definiciones tienen que ver con experiencias que son particulares a los países y que responden a coyunturas específicas.
A pesar de ello son legislaciones que están en movimiento, y la tendencia internacional parece estar inclinándose por el segundo de estos enfoques. Algo similar se puede decir respecto de la esfera de acción de la justicia militar. La chilena va más allá de lo que es la práctica habitual en la comunidad internacional.
Por eso, más allá de que no es bueno que los gobiernos negocien bajo presión, es positivo que el Gobierno haya mostrado flexibilidad para resolver la huelga de hambre de los mapuches encarcelados, quienes desean ser juzgados bajo la ley común antes que la antiterrorista. Después de todo, es un problema heredado de la anterior administración. Además, en este asunto tampoco parece haber grandes principios en juego. Por una parte, como ya veíamos, el alcance que debe tener una ley antiterrorista es una materia enteramente discutible. Atendidos los costos potenciales de no actuar, que ello ocurra en la actual coyuntura de presión parece un antecedente menor. Por otra, los cambios legislativos anunciados no significan renunciar a juzgar los delitos que pudieron haberse cometido, sino sólo cambiar el marco bajo el cual se lleva adelante ese proceso. Que este se lleve adelante es lo que se debe preservar.
Ahora bien, el logro de un nuevo equilibrio en estos asuntos no requiere una mesa de diálogo. Tampoco corresponde. El Congreso, como parecen postular los diputados que irresponsablemente se han sumado a la huelga de hambre, no puede renunciar a conducir el proceso de deliberación democrática que le corresponde en estas materias. ¿Cómo puede tener sentido una negociación entre el Gobierno y los comuneros mapuches en huelga de hambre respecto de los cuerpos legales que están siendo objeto de revisión? Esta tendencia de los diputados -no es la primera vez-, a renunciar a su labor o descansar en los acuerdos logrados por otros actores es insensata, y en lugar de validar al Congreso lo deslegitima.
Por supuesto, la llamada «cuestión mapuche» no se resuelve con estos cambios legislativos. Requiere una agenda de más largo plazo, y para ello pueden establecerse las instancias apropiadas de diálogo. Pero el problema puntual que se está enfrentando requiere de un acuerdo legislativo. Una vez logrado esto, la posible legitimidad de la huelga de hambre se debilita. Debería primar la cordura y suspenderse la huelga de hambre.
En las actuales circunstancias, una mesa de diálogo abre, quizás inadvertidamente, la puerta a que algunas comunidades mapuches tengan un poder de veto en el diseño de las instituciones y leyes que eventualmente los pueden afectar. Este es un camino en que el país debería abstenerse de caminar. De ahí a los «derechos diferenciados» o a la autodeterminación en algunos ámbitos hay sólo un paso. La diversidad cultural y étnica es valiosa, pero no a costa de traicionar el ideal de iguales derechos para mayorías y minorías.