El Mostrador, 13 junio de 2016
Opinión

Igualitarismo: el nuevo vocabulario

Javier Gallego.

Las políticas públicas necesitan una teoría de la justicia: esa teoría se llama «justicia distributiva». En el esfuerzo por dotar de contenido a este estándar, la idea de que el producto de una sociedad debe redistribuirse igualitariamente ha resultado hegemónica, desde que John Rawls planteó una conexión entre justicia e igualdad en su Teoría de la Justicia de 1971. Desde entonces la discusión en torno a esta doctrina –llamada «igualitarismo»– ha desarrollado matices y diferencias importantes en la discusión académica, pero desconocidas en el debate sobre políticas públicas locales.

La razón de ello es que el debate público local se ha caracterizado por circunscribir la justicia política al binomio igualdad-libertad, correlativo a ideologías políticas de izquierda y de derecha, respectivamente. La irrupción del igualitarismo en la literatura de justicia distributiva comparada muestra que ese paradigma es enteramente insuficiente.

La insuficiencia se hace evidente al constatar no solo la amplia gama de versiones de igualitarismo distributivo, sino también al mirar concepciones alternativas de la justicia distributiva que no son igualitarias. Es decir, la hegemonía de la igualdad ha obligado a definir con precisión sus postulados y ha despertado concepciones rivales de la justicia.

En dicho espectro la Teoría de la Justicia de Rawls le asignó prioridad a la igualdad de oportunidades, por oposición a la igualdad de resultados. El célebre «principio de diferencia» de Rawls establece que las desigualdades que produce el goce de las libertades solo se justifican en la medida que el diseño institucional básico de una sociedad persiga una igualdad sustantiva de oportunidades («cargos y posiciones abiertos a todos»), a la vez que el esquema redistributivo favorezca a los «miembros menos aventajados de la sociedad».

Esta propuesta se criticó, entre otras razones, porque en ella no jugaba ningún rol la responsabilidad individual, y además porque no se establecía claramente qué es lo que debía ser objeto de igualación por medio de políticas distributivas y redistributivas. Es así como durante la década de los 80 y 90 surgieron distintas propuestas de «métrica» de la igualdad, las que simplemente asumieron que la igualación era un objetivo moral importante y propio de la justicia distributiva, tal como Rawls parecía haberlo demostrado.

Si estamos en el momento del, así llamado, «debate de ideas» en torno a la justicia de políticas públicas distributivas, este es el aparato conceptual que debiera estar presente en el discurso público, ya que este aparato conceptual nos exige hacer explícito un juicio valorativo a partir de nuestra defensa a determinada política pública.
Así, con el trasfondo de la oposición fundamental entre igualdad de «oportunidades» y «resultado», surgen dos alternativas: la igualdad de «bienestar» –que propone que el objeto de la justicia debe ser la igualación de la satisfacción personal– y la igualdad de «recursos» –que es neutral frente a las preferencias personales y se contenta con que todos tengan los mismos bienes materiales–. A estas se suman la igualdad de «capacidades», «de oportunidades para el bienestar», «de acceso a ventajas», entre otras.

Todas estas doctrinas fueron agrupadas más tarde bajo el rótulo «igualitarismo de la suerte», pues lo que pretendían era remediar la mala suerte de tener menos recursos, bienestar, capacidades, etc., en comparación con otros. En oposición a esta doctrina, surgió la idea de que el igualitarismo debía preocuparse de permitir a todos por igual la participación en un esquema democrático, pues ello haría realidad el reclamo igualitario original (y genuino): una comunidad de individuos que se relacionan entre sí como iguales. Esta idea se denominó igualitarismo relacional.

El igualitarismo fue atacado, y se lo presentó como una doctrina que, o bien perseguía obsesivamente una igualación puramente aritmética, o apelaba a razones morales ulteriores (como la «justicia») y entonces instrumentalizaba el valor de la igualdad. Se llamó a lo primero «igualitarismo télico» (telos = fin), y a lo segundo «igualitarismo deóntico». Los igualitaristas comprometidos se defendieron y postularon un igualitarismo no instrumental pero tampoco obsesivo, y entonces acordaron que la igualdad sería defendida solo en la medida en que se constatara que la desigualdad produce relaciones de servidumbre, pérdida del autorrespeto y ruptura de relaciones de fraternidad.

Mientras el igualitarismo crecía y ganaba adeptos, comenzaban a formularse versiones alternativas de la justicia distributiva, que no descansaban en comparaciones, por considerarlas odiosas o fundadas en la envidia.

Así surge, primero, el «suficientarismo»: la doctrina que postula, en términos positivos, que todos debieran tener solo lo suficiente para vivir, no lo mismo, y términos negativos, que hay que evitar distraerse con comparaciones. Para el suficientario la justicia distributiva se alcanza cuando todos superan un cierto umbral básico, sin que importe que sobre ese umbral algunos sean más ricos que otros. Otra doctrina similar, llamada «prioritarismo», postula que lo moralmente relevante es entregar beneficios a los que están peor en términos absolutos (los pobres), sin importar cómo están en comparación con otros, y sin importar si se ha definido o no un umbral básico de suficiencia.

Hay quienes defienden formas «puras» de estas doctrinas. Pero hay quienes (cada vez más numerosos en círculos académicos) sostienen que ninguna de ellas se sostiene por sí sola, de modo que para arribar a la mejor doctrina de justicia distributiva hay que combinarlas.

Así nacen igualitarismos pluralistas: ya sea un igualitarismo con umbral de suficiencia, o un igualitarismo con consideraciones prioritarias, entre otras fórmulas.

Lo importante del espectro que brevemente se ha presentado aquí, es que quienes adscriben a la doctrina respectiva (ya sea se trate de formas «puras» o «mixtas») la defienden como una propuesta moralmente correcta. Es decir, no plantean el debate en términos de cuál es la propuesta más fácil de implementar, ni cuál es la más eficiente, sino lisa y llanamente cuál es la que les parece más «justa». Esto deja fuera del debate un «ismo» (entre igualitarismo, suficientarismo y prioritarismo): el «utilitarismo». En efecto, la eficiencia o la felicidad del mayor número de personas no es ya un factor relevante en el debate actual de justicia distributiva.

Si estamos en el momento del, así llamado, «debate de ideas» en torno a la justicia de políticas públicas distributivas, este es el aparato conceptual que debiera estar presente en el discurso público, ya que este aparato conceptual nos exige hacer explícito un juicio valorativo a partir de nuestra defensa a determinada política pública. En el debate de ideas, sostengo, este es el vocabulario esencial en torno al cual debiéramos interpelarnos. Si llegamos a eso, podremos decir que, más allá del espectro igualdad-libertad, defendemos tal o cual política pública no solo porque es eficiente, sino porque genuinamente creemos (ya sea igualitaria, suficientaria o prioritaria) que tiene un valor intrínseco.