Aquellos que ocuparon altos cargos en ese gobierno y que desean conseguir apoyo electoral tendrán que someterse inevitablemente al escrutinio público que será más intenso ahora que se ha superado la etapa de la negación, y los atropellos a los derechos humanos comienzan a ser reconocidos como una verdad por un grupo cada vez más grande de ciudadanos.
El informe sobre prisión política y tortura se ha hecho público y junto con ello el Presidente de la República ha anunciado un conjunto de reparaciones simbólicas y materiales. Por supuesto, ellas nunca podrán ser suficientes para mitigar los atropellos y humillaciones que sufrieron tantos miles de compatriotas. Inevitablemente habrá una discusión respecto de las reparaciones anunciadas. También respecto de una eventual apertura de causas judiciales en contra de los torturadores. No es claro que haya al respecto posibilidades reales. Ha pasado mucho tiempo. En la gran mayoría de los casos los hechos han prescrito. Aunque los jueces, en una suerte de reivindicación de la actuación del tercer poder del Estado durante el régimen militar, quizás podrían acoger algunas interpretaciones legales que abren caminos alternativos. En Chile, no cabe duda que a grandes rasgos ha habido más justicia que en otros países donde ocurrieron violaciones similares a los derechos humanos. Una tendencia análoga podría repetirse en el caso de la tortura.
Esta saludable aspiración de justicia se combina, además, con una que pretende definir responsabilidades de carácter general en contraposición a las judiciales que, habitualmente, son de carácter individual. Las Fuerzas Armadas, en un gesto que las enaltece, las han reconocido. Por cierto, con matices, pero se acepta que las violaciones de los derechos humanos ocurrieron en sus instalaciones, que fueron cometidas por hombres de sus filas y que los altos mandos no hicieron lo que correspondía para evitarlas. Aunque hasta ahora no se ha producido, se anticipa que la Corte Suprema aprovechará la difusión de este informe para asumir sus propias responsabilidades. Se vivía, entonces, en un régimen de excepción, pero las cortes estuvieron poco atentas a usar los pocos mecanismos disponibles para velar por los derechos individuales.
Cuando hablamos de las responsabilidades de las Fuerzas Armadas o del Poder Judicial nos estamos refiriendo a instituciones con una organización precisa. Distinta es la situación de los civiles que colaboraron en el régimen militar. También a ellos se les quiere atribuir responsabilidades y, por supuesto, es posible sostener que las tienen en algún grado. Siempre podían haberse negado a participar en un régimen de esas características. Pero lo hicieron y lo más probable es que ello haya ocurrido no tanto porque existiese un débil compromiso con las libertades individuales -aunque tampoco se puede sostener que a esas alturas ése haya sido un compromiso muy extendido en nuestra sociedad-, sino que por esa lógica de la negación tan reconocida en la psicología.
Había en un sector importante del país una lealtad innegable con el régimen militar y, en esas circunstancias, los conflictos que suscitaban los atropellos a los derechos de las personas seguramente eran resueltos negando los hechos. La evidencia, en diversas sociedades y distintos momentos del tiempo, es abrumadora en este sentido. Como creo haberle escuchado alguna vez a José Zalaquett es precisamente este fenómeno el que hace tan imprescindible que se elaboren informes como el de la tortura y que se los difunda de forma amplia. Una encuesta reciente de la Fundación Futuro justamente revela que un 86 por ciento de los entrevistados reconoce la veracidad de los hechos de tortura. Hace algunos años estas cifras resultaban impensables. De hecho, sólo un 54 por ciento de estos entrevistados reconoce haber creído en el Informe Rettig. En la actualidad deben ser muy pocos los que dudan de los hechos que ahí se dieron a conocer en 1991.
Mirando estos hechos desde la distancia y la experiencia de los últimos años esa lealtad puede parecer ingenua. Pero estaba alimentada por un temor sincero a las pasiones que se vivían en la época. Eran finalmente el fruto de la enorme desconfianza que se había instalado en el país y que de alguna manera, aunque quizás con cada vez menor fuerza, nos acompaña hasta ahora. Se nota en la discusión de los contextos. Es ahí, de hecho, donde las opiniones se vuelven a dividir como lo muestra la propia encuesta antes citada. Apuntar en demasía a esos civiles que contribuyeron en tareas específicas con el régimen militar no tiene mucho sentido. Sólo retarda la construcción de confianzas que el país requiere con urgencia para avanzar en los más diversos planos. Por cierto, aquellos que ocuparon altos cargos en ese gobierno y que desean conseguir apoyo electoral tendrán que someterse inevitablemente al escrutinio público que se hará más intenso ahora que se ha superado la etapa de la negación y los atropellos a los DD.HH. comienzan a ser reconocidos como una verdad por un grupo cada vez más grande de ciudadanos.