El Mercurio, 9/2/2009
Opinión

Jurel tipo salmón

Lucas Sierra I..

Hay una queja antigua en La Moneda: el Congreso no deja gobernar. El ex Presidente Jorge Alessandri fue, entre otros, un exponente de ella. En 1970 dijo: «El régimen institucional que nos rige no permite siempre que quien gobierna pueda hacer lo que desee». Y agregó: «Nuestra Constitución Política entrega el poder de administrar, precisamente, al Presidente de la República, en la inteligencia de que esa potestad comprende no sólo el gobierno político, sino la conducción de la vida social y económica de la nación. No obstante, la verdad es que el Jefe de Estado no puede ejercer cumplidamente esa función administradora, por cuanto la Carta Fundamental lo subordina de hecho al Parlamento».

A esta queja subyace una incuestionable verdad. Si bien la Presidencia tiene herramientas que le dan control sobre el proceso legislativo, en la práctica política carece de una fundamental: no tiene una herramienta institucional para disciplinar a los parlamentarios de su coalición. No la tuvo en el pasado, no la tiene hoy cuando, desaparecida la mística disciplinante de la transición, la mayoría electoral se plagó de «díscolos».

Este problema está en la médula de nuestra forma de gobierno presidencialista. ¿Qué hacer? ¿Cómo disciplinar institucional y políticamente al Congreso? En 1964, el propio Jorge Alessandri propuso una fórmula que se viene sugiriendo con sorprendente insistencia: darle a la Presidencia la posibilidad de disolver el Congreso por una vez durante su mandato. Además de Alessandri, la propuso Frei Montalva, se consagró en el texto original de la Constitución de 1980, pero fue eliminada en la reforma de 1989, y hoy la vuelve a proponer el senador Frei Ruiz-Tagle.

Se trata de una fórmula propia de las formas parlamentarias y semipresidencialistas de gobierno. En ellas tiene sentido, entre otras razones, porque la jefatura de Estado y la de Gobierno están separadas, con competencias distintas. En Chile, sin embargo, están juntas, con una misma competencia. Esto plantea una riesgosa pregunta que en esas otras formas de gobierno no existe: ¿Qué pasa si, disuelto el Congreso y electo de nuevo, la postura presidencial pierde?

En el parlamentarismo se forma nuevo gobierno y en el semipresidencialismo, como en Francia, hay «cohabitación» entre el nuevo jefe de gobierno y el Presidente. Ésta podrá ser incómoda, pero es una situación institucionalmente plausible. En Chile, en cambio, las alternativas son traumáticas, ineficientes o ambas cosas a la vez: la Presidencia continúa totalmente deslegitimada, renuncia o forma un gabinete con sus adversarios.

Frente a los problemas de nuestro presidencialismo, por tanto, las fórmulas híbridas parecen no servir. Mejor optar entre jurel o salmón.