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Kant y los límites de la astucia

Joaquín Trujillo S..

Kant y los límites de la astucia

La idea de Kant es que ninguna paz puede subsistir en base a esas astucias, maquinaciones y violencias que los seres humanos ejercitan por madurez mal entendida y con las que buscan defenderse de otros seres humanos.

Sábado 22 de abril de 1724. Nace en la ciudad de Königsberg uno de los pensadores más tremendos de los que han sido registrados. Manuel Kant cumpliría 300 años si estuviera vivo.

Cuando se extinguían las guerras entre identidades religiosas y todavía no principiaban las entre identidades nacionales, los occidentales creyeron que era posible la paz de los credos y pueblos. La Ilustración fue el resultado, en parte, de esta creencia a la que por un instante los hechos hicieron plausible y que hoy creemos demasiado optimista.

En la relativa paz de su pueblo natal del que casi no se movió en toda su vida y de cuya universidad de segunda o tercera línea fue profesor, este miembro de la secta pietista revolucionó y restauró la filosofía, en una operación conjunta para la cual faltarían alabanzas.

Kant recorrió mentalmente el interior de la bóveda de la mente, determinó los límites de la misma, su capacidad de entender y la coherencia de su actuar.

Si hay un tratado suyo que pudieron disfrutar hasta los menos cultivados en filosofía fue su “Paz perpetua”, un intento por pensar y establecer los criterios prácticos de la convivencia entre los estados, en una confederación mundial de repúblicas soberanas.

Y si hubiera que resumir ese intento de Kant habría que decir que la suya era una propuesta ingenua. ¿En qué sentido? En el mejor de esta palabra, ese que Jesús de Nazareth promovió cuando propuso que el reino de los cielos pertenecía a quienes eran inocentes como niños.

Pues bien, si claramente los niños siempre no son pacíficos, la idea de Kant es que ninguna paz puede subsistir en base a esas astucias, maquinaciones y violencias que los seres humanos ejercitan por madurez mal entendida y con las que buscan defenderse de otros seres humanos. La paz que puede ser permanente es aquella en que hemos logrado confiar en la confianza que los otros depositan en nosotros. Cualquier intento de paz que, en el fondo, se reserve hasta mentalmente “casuísticas jesuitas” tendrá que fracasar. Así, la paz más que de armas está armada de paz.

Las guerras mundiales parecen haber dejado en ridículo las aspiraciones pacifistas del filósofo célibe. La paz perpetua además de improbable se enfrentaría con las peores masacres que ha conocido Occidente.

Kant no proponía desarmar a la gente para que quedara a merced de delincuentes armados y de porte mundial. Y no se le ocultaba que un mundo en que todos vivimos dispuestos a balearnos es un reino de demonios que, sin embargo, pueden quedar entre sí inmovilizados por sus mutuas suspicacias.

Si bien las naciones apenas practicaron su paz, sí lo hicieron ciertas personalidades individuales como también las religiones del pacifismo radical, todas aquellas sectas que se resistieron a participar de las guerras, las que fueron el enemigo común de países recíprocamente enemigos, y que al cabo de la hecatombe quedaron en pie como el fiel registro de que la razón es cosa de pocos cuando los muchos prefieren la incierta seguridad de la política supuestamente real. Esa carente de límites éticos que pronto cae en bancarrota.