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Constitución

La Constitución no es un mero querer

Enrique Barros B..

La Constitución no es un mero querer

Es preocupante la inconsciencia de que estamos en peligro; que las aspiraciones están más lejos de realizarse; que es necesario un gigantesco esfuerzo personal y colectivo para salir bien parados de lo que se nos viene.

La tradición se muestra en las culturas y en las instituciones políticas. Estaríamos en las cavernas si no tuviéramos capacidad de aprender e innovar; pero si de repente olvidáramos lo aprendido, el efecto sería el regreso a las cavernas (Kolakowski). En tránsitos como el que vivimos, los dos extremos son de temer.

El constitucionalismo democrático es una tradición jurídico-política que participa de esa dialéctica. Nació como un sistema de frenos y contrapesos, en que se distribuye y limita el poder, pero se abre a cambios valóricos. Participamos honrosamente de esa tradición a la que siempre vuelve a su cauce.

Por eso, no entregamos a nadie las libertades constitutivas. Pero la democracia nos iguala. Esas son las fuerzas internas de las instituciones que forman nuestros básicos constitucionales (O. Godoy).

La cultura política se ha renovado con el reconocimiento de intereses e identidades antes ocultos a las élites, como es mirar al Chile antes de Chile. Será trabajo de años que estas ideas y sentimientos cristalicen en nuestra sociedad. Por eso, el plebiscito no borrará lo que se nos ha develado en estos meses. Pero no nos engañemos, esas transformaciones culturales no son lo esencial de una Constitución Política.

Veámoslo a la luz de derechos sociales. Punto de partida: el Estado Social de Derecho es una realidad jurídica en Chile. Ninguna declaración retórica reemplaza buenas políticas, que garanticen servicios de salud de calidad, una buena educación para los que nacen en el hoyo del desamparo, el cuidado del entorno natural, y así sucesivamente.

Basta mirar al horizonte, cercano y lejano, para comprobar que no son relevantes meras enumeraciones de aspiraciones. El Estado Social es dependiente de la riqueza del erario público, y de políticas que condicionen la prosperidad del país; de un entendimiento de nuestras miserias que deben ser superadas y de un Estado profesional que no sea concebido como botín.

El Estado moderno es una gigantesca organización que requiere de políticas y de gobierno. El problema surge cuando los sentimientos reemplazan la tarea de gobernar. El Estado Social supone un orden económico apto para crear riqueza y poder corregir problemas urgentes de nuestra vida diaria. En definitiva, no hay Estado Social sin políticas bien diseñadas y mejor ejecutadas.

Que las aspiraciones se hagan realidad no nace de la mera voluntad, sino de la actuación sobre la realidad. Chile es un país que está por encima de la media de los países de ingresos medios altos (US$ 16.500 versus US$ 9.500). Pero igual se trata de una tierra de nadie. Y hoy experimentamos las mayores turbulencias en décadas por la inadecuación de la realidad a las expectativas.

Es preocupante la inconsciencia de que estamos en peligro; que las aspiraciones están más lejos de realizarse; que es necesario un gigantesco esfuerzo personal y colectivo para salir bien parados de lo que se nos viene.

Ante la desesperanza no bastan reconocimientos simbólicos, porque el corazón normativo de las constituciones son las reglas del poder. Esas son binarias, a diferencia del florido sustrato decolonial del texto constitucional que se propone. En materias estrictamente constitucionales, como la atribución del poder, el proyecto incentiva el populismo, con una Cámara política con iniciativa de gasto público; politiza la justicia, gracias a un órgano autónomo cooptable políticamente, con facultades monstruosamente amplias; sustrae amplios territorios de la soberanía gracias a un estatuto indígena que reemplaza la consulta por el veto. Expertos advierten que se podrían establecer impuestos por decreto. Todo apunta al desorden, que se paga siempre caro.

Se dirá que mis reparos son jurídicos. Pero ocurre que la Constitución es ante todo un estatuto del poder. En medio de la crisis económica y de capacidad de gestión, implementar una Constitución blandengue solo aumentará la confusión. Imaginemos lo que será establecer un costoso sistema de gobierno provincial, lejano a una bien pensada descentralización, que promueva de verdad la sociedad civil, que la gente sea escuchada para definir prioridades y valorar la calidad de los servicios públicos; para que se reconozca a los olvidados. Todos estos bienes son resultado de una buena política y no de aspiraciones.

Estas cuestiones elementales en una democracia bien constituida han sido ignoradas por la Convención. La razón es la ausencia de un saber hacer; el olvido de la política como dura tarea de fines acotados y de trabajo inteligente, honesto e incansable. Lo demás es ingenuidad.

Lo que necesitamos no es afirmar lo que quisiéramos, sino atender y enfrentar los problemas urgentes. Íntimamente creo que desde septiembre será importante apoyar el gobierno de Gabriel Boric. Es jefe de gobierno con tareas urgentes, como evitar que la educación pública se siga desangrando, abandonada a intereses corporativos. La lista es larguísima. Se requiere discernir en conjunto.

Que no haya además turbulencias, sino una reflexiva adaptación de nuestra tradición constitucional, puede ser condición para que una generación sin experiencia y cargada de sueños pueda innovar sin destruir la memoria. La tarea común es que las próximas generaciones piensen que este tiempo fue bueno para Chile.