No son tanto las denuncias,sino la estrategia ante ellas.
Las proporciones y la escala son muy distintas. Sustantivamente, también hay diferencias: en un caso, el carácter ilícito de los hechos fue, desde el momento de la denuncia, más evidente que en el otro. Además, uno incluyó violaciones de los derechos básicos de las personas; el otro no. Ése fue el caso de la guerra sucia contra la insurgencia vasca y la Ley Corcuera o «de la patada en la puerta», ya que permitía allanamientos sin orden judicial.
Las diferencias son innegables, pero es difícil evitar la tentación de recordar la experiencia política española entre 1993 y 1996. Una avalancha de escándalos por corrupción convulsionó a los españoles y puso fin a los 14 años del gobierno socialista de Felipe González. Abogado sagaz, éste supo moderar a su partido y convertirlo en una forma de social democracia que permitió, en muchos aspectos, profundizar la democracia y modernización de España.
Pero las irregularidades, asociadas a la lasitud que suele producir el roce prolongado con el poder, lo perdieron. Al salir a la luz, la tensión pública creció y los españoles reevaluaron su proceso político. El momento fue bautizado como «la crispación».
Guardando las proporciones, hoy vivimos nuestra crispación. De pronto, como andanada, se sabe de prácticas que involucran a cercanos al Presidente y a miembros del «establishment» oficialista,
que, si bien no evidentemente ilícitas, producen una sensación muy incómoda en cualquier observador. Una sombra de duda parece extenderse sobre una administración que termina con una alta y, en varios sentidos, merecida popularidad.
No hay que ponerse beatos. Prácticas similares deben haber existido siempre y, probablemente, fueron iguales o peores cuando el poder fue más absoluto. De algún consuelo sirve el que hoy se puedan conocer e investigar, y que sirvan para impulsar reformas que formalicen la gestión contractual del Estado. Pero la crispación sigue. No tanto por las denuncias, creo, sino por la reacción del Gobierno y, en especial, la del propio Presidente.
Lo más perturbador ha sido su estrategia de apuntar al silencio de los denunciantes cuando se violaron los derechos humanos. Por dos razones: porque apelar a la propia superioridad moral es dar un golpe en la mesa, eludiendo la obligación de argumentar; y, más grave, porque desvaloriza la tragedia que significó esa violación, la rebaja, la hace comparable, la transforma en moneda de cambio.
Semejante estrategia contradice el espíritu de los últimos tres gobiernos y, de seguirse, crispará el sentido tal vez más profundo y civilizado que ha tenido el retorno a la democracia.