Si el mundo aprovecha las bondades del intercambio, si incluso China y Reino Unido analizan entrar al TPP11, nuestros jóvenes políticos no quieren este tratado comercial.
Tucídides, el historiador griego que observaba y narraba los hechos, sugería que la historia es un incesante volver a empezar. Algo de eso estamos viviendo.
La metáfora de la hoja en blanco ayuda a comprender este fenómeno. Marcados por un vértigo pendular, una nueva generación mira el futuro desechando lo logrado para recrear un pasado propio. Existe una necesidad épica de deconstruir y reconstruir, de negar e ilusionar, ser únicos y excepcionales. Hay buenas intenciones, harto voluntarismo y, por supuesto, ansias de poder. La nueva generación se formó en las asambleas universitarias y llegó al Congreso. Hoy tiene posibilidades de dar el gran salto.
Los jóvenes de la nueva élite han creado su presente a la luz del propio pasado. Es como si las sombras de la dictadura resucitaran con nuevos ropajes. Incluso han levantado una nueva cruz. Piñera ya no es el que votó “No”. Es el nuevo dictador, la figura del Pinochet que necesitaban para la gesta heroica. En esta saga, la acusación constitucional es solo otro símbolo. Para algunos, el estallido social no fue una expresión ciudadana. Fue esa revolución necesaria para refundar. Si hasta los atropellos a los derechos humanos se describen como una remozada hazaña contra la dictadura. En esta dinámica surgen los héroes de la nueva política.
Si en los 80 y 90 vivimos la hegemonía de la economía, ahora es el turno de la primacía de la política y la moral. No son tiempos para números o cifras, sino para sueños y buenas intenciones. Al alero de este giro, el negacionismo económico hace de las suyas. Ya no hay consejo que valga, ni teoría que sea cierta. El presidente del Banco Central se ha esmerado explicando lo evidente. Aunque ha sido mundialmente reconocido y premiado por “ayudar a dirigir la economía de Chile a través de la crisis pandémica y la recuperación incipiente”, no lo escuchan. Es más, hay senadores que lo acusan de desconocer la realidad de la gente. La cantidad de dinero que nos inunda sería otro embuste, una fantasía, otra infundada amenaza.
No se necesita tener un doctorado en economía para entender lo que está sucediendo. La solución del dinero fácil siempre ha sido causa de inflación. Los denarios eran las monedas de plata que usaban los romanos. Ante cualquier necesidad —nuevo coliseo, fiestas o celebraciones— se fundían y emitían nuevos denarios con menor contenido de plata. Después de las festividades, los precios subían. Los españoles hicieron algo similar con el oro de los incas. Lo fundían y acuñaban nuevas monedas para ser más ricos. La bonanza, por cierto, era efímera. En Chile vivimos algo parecido a comienzos de los 70. Se emitió muchísimo dinero. Y en todos estos casos, vaya sorpresa, el exceso de dinero aumentaba los precios. Lo peor es que ya sabemos que la inflación es una enfermedad que afecta a los más pobres. Y aunque es fácil de reconocer, es difícil de curar.
Hoy se han repartido, entre ayudas y retiros, unos 75 mil millones de dólares. Si asumimos que en Chile hay entre 5 y 6 millones de hogares, en promedio cada hogar ha recibido entre 12,5 y 15 mil dólares, o sea, entre 10 y 12 millones de pesos. Esta fiesta ya no es de empanadas y vino tinto, es de autos y celulares. Ante el clamor por más consumo, nada de esto importa en la carrera por los votos.
Pero también hay una peligrosa dosis de ilusionismo económico. Si el mundo aprovecha las bondades del intercambio, si incluso China y Reino Unido analizan entrar al TPP11, nuestros jóvenes políticos no quieren este tratado comercial. En cambio, su programa económico evalúa ingresar al Mercosur. En vez de abrirnos al mundo, volvemos a Latinoamérica. En vez de mirar a la OCDE, nos ajustaremos a nuestro vecindario. Todo esto sería parte del “nuevo modelo de desarrollo turquesa”. Al alero de un pasado propio, pareciera que la historia vuelve a empezar.