La Tercera, 18 de agosto de 2013
Opinión

La impotencia de la mano invisible

Leonidas Montes L..

La mano invisible de Adam Smith, que aparece tres veces en su obra, es posiblemente la metáfora más famosa de la historia del pensamiento económico. Y esa fama se refleja en sus múltiples y diversas interpretaciones. En términos políticos, éstas se mueven desde la mano asesina del libre mercado – una sutileza del irónico Adam Smith que nos recordaría la sangrienta e invisible mano asesina de Macbeth – hasta la mano de Dios que garantizaría el buen funcionamiento del laissez faire. Y naturalmente los economistas no se han quedado cortos: se relacionaría al punto de equilibrio entre oferta y demanda, al óptimo de Pareto, el clearing del mercado, los teoremas de welfare o a la teoría del equilibrio general. Pero en su aparición más relevante, en el libro IV de la “Riqueza de las Naciones”, el padre de la economía nos dice: “él busca sólo su propio beneficio, y en éste como en muchos otros casos, es guiado por una mano invisible para promover un fin que no era parte de sus intenciones”. E inmediatamente agrega: “persiguiendo su propio interés él frecuentemente promueve el de la sociedad más efectivamente que si realmente hubiera intentado promoverlo”.

La clave de la mano invisible son las consecuencias no intencionadas. Motivados por nuestro propio interés frecuentemente – no siempre – generamos un beneficio para la sociedad. Excepciones hay muchas. Si no hay competencia, se generan monopolios u oligopolios que sólo maximizan su utilidad. Bien conocía Smith la naturaleza humana y la voracidad de los capitalistas. Y para qué hablar de su escepticismo frente a los políticos y sus supuestas buenas intenciones pregonando el bienestar general.

En una reciente presentación en el CEP, Leda Cosmides se preguntaba por nuestras reacciones ante las consecuencias no intencionadas de la mano invisible. Nos enfrenta al siguiente experimento:

El gerente de una empresa va al directorio y les dice “tenemos un proyecto aprobado muy rentable, pero dañará al medio ambiente”. El directorio responde “no me importa dañar el medio ambiente, sólo me importan las utilidades. Vamos con el proyecto”. Ante la pregunta si la empresa dañó intencionalmente el medio ambiente, la gente responde que sí.

Ahora bien, si el gerente de la empresa va al directorio y les dice “tenemos un proyecto aprobado muy rentable, pero ayudará al medio ambiente”. El directorio responde “no me importa ayudar al medio ambiente, sólo me importan las utilidades. Vamos con el proyecto”. Ante la pregunta si la empresa ayudó intencionalmente al medio ambiente, la respuesta es claramente negativa.

La reacción no depende del resultado, sino de la intencionalidad. Y aunque el debate entre las intenciones y los resultados es filosóficamente complejo y fascinante, la conclusión es que no valoramos las consecuencias positivas que genera la mano invisible. Las bondades del intercambio, del mercado y de la economía serían sólo un capricho académico. La gente no lo valora. Dicho de otra forma, nuestra psicología no nos permitiría apreciar las externalidades positivas de la economía. Basta ver la realidad de este gobierno. Piñera partió con la intención de volver a crecer a tasas cercanas al 6% y crear cerca de un millón de empleos. En su momento estas cifras fueron catalogadas como simples promesas electorales o, a lo menos, fueron miradas con escepticismo. Posiblemente este gobierno cumplirá con estas metas. Pero a juzgar por las encuestas, no lo apreciamos. El éxito económico sería sólo una consecuencia no intencionada del mercado impersonal. El slogan de James Carville, el asesor de Bill Clinton, “es la economía, estúpido”, no sería suficiente.

¿Cómo explicamos este fenómeno que parece irracional? Más aún, el Informe 2012 sobre Desarrollo Humano en Chile nos dice que los chilenos estamos contentos con nuestras vidas privadas, pero no con la sociedad en la cual vivimos. Este resultado, ¿estará también relacionado con este dilema de la mano invisible?

Pareciera existir un contraste entre la simpatía de Adam Smith, esa idea de ponerse en los zapatos del otro y entender sus circunstancias, y el intercambio impersonal. Una tensión entre nuestra naturaleza social y la lógica del mercado que descansa en el intercambio entre extraños. En otras palabras, la preocupación por los demás se opondría al mercado como esfera de la indiferencia.

Una posibilidad es que valoramos más las intenciones porque hemos evolucionado en esta lógica. Como cazadores y recolectores, actuábamos en grupos pequeños. Nuestras mentes estarían equipadas con un set de reglas morales para interactuar con nuestro círculo más cercano. La simpatía de Adam Smith es más intensa con nuestra familia y disminuye mientras nos alejamos, hasta alcanzar ese mercado de seres anónimos. Y también está el número de Dunbar, que plantea que no podríamos establecer vínculos sociales con más de 150 personas. Si el intercambio es la base racional del mercado impersonal, en la intencionalidad y su percepción habría un trasfondo humano, mental y evolutivo.

Pareciera que las buenas cifras económicas, así como la salud, sólo se valoran cuando se pierden. Aunque la mano invisible trabaja infatigablemente, y el país progresa, preferimos las buenas intenciones. Las emociones estarían por sobre lo razón. La preocupación por los intereses comunes – independiente de los resultados – suavizaría esa frialdad del mercado. Pero no debemos olvidar que detrás de la atractiva retórica de los intereses comunes, los derechos sociales y la responsabilidad recíproca, siempre se esconde un riesgo: la libertad.