La Segunda, 27 de noviembre de 2012
Opinión

La industria política

Leonidas Montes L..

La industria política, para ponerlo en términos económicos, es compleja. Y su oficio, o más bien la especialización que la profesión política exige, requiere de ciertas habilidades que no son comunes o necesarias en otras profesiones. Se requiere de una genuina pasión por lo público, pero también de cierto egoísmo. Se necesita convencer, persuadir y a veces mentir. Se debe saber qué decir, cómo decirlo y cuándo decirlo. Se exige cierta sensibilidad, pero también un grueso cuero de chancho. Sin lugar a dudas, la política es un arte difícil. En definitiva, es una profesión que, en sus propias contradicciones, es tan necesaria como atrayente.

Desde que Maquiavelo —un republicano en su vida y en su obra— escribió El Príncipe, sabemos que alcanzar, mantener y aumentar el poder no es cosa fácil. El buen político incluso, como nos dice el gran Maquiavelo, debe aprender a ser no bueno cuando las circunstancias lo exigen. Esto no es equivalente a ser malo. Y tampoco corresponde a la caricatura maquiavélica de “el fin justifica los medios” (el padre de la ciencia política moderna nunca escribió eso). Maquiavelo simplemente nos explica que en política se requiere de esa virtud republicana que nos obliga a hacer lo que debemos por el bien general. Esto último siempre se antepone por sobre el interés particular. Lo contrario sería corrupción.

Ahora bien, como muchas veces es difícil definir el interés general, o mejor dicho depende de quién lo defina, otros pensadores plantean que es la persecución de lo privado lo que promueve el bien general. Esta aparente contradicción entre el interés propio y el beneficio público, es lo que llevó a Bernard Mandeville a titular su Fábula de las abejas con el complemento “vicios privados, beneficios públicos”. Y es lo que años más tarde Adam Smith inmortalizaría con su famosa mano invisible: “Cada individuo motivado por su propio interés frecuentemente promueve el interés de la sociedad”. Smith, un promotor de la competencia y un enemigo acérrimo de los monopolios, usó el adverbio “frecuentemente”, porque sabía que el interés propio no siempre conducía al interés social.

Podría argumentarse que la política se mueve entre el interés propio y el beneficio público. Y cuando la diosa fortuna permite que lo individual y lo público coincidan, se produce esa sublimación que sólo se da en esta profesión. Esto último, como un sentido de trascendencia o gloria republicana, es lo que mueve al político. Y es también lo que hace a los grandes políticos.

Ayer se lanzó, en el Centro de Estudios Públicos, el libro Democracia con partidos, un trabajo conjunto del CEP con Cieplan. Este libro, que reúne capítulos de destacados académicos nacionales e internacionales, y que concluye con algunas propuestas, nos recuerda la importancia de los partidos políticos. Y también del sentido de la política.

El presidente del Senado, Camilo Escalona, fue invitado a presentarlo. El es un profesional de la política. Milita en el PS desde los 13 años. Ha vivido, no sólo como testigo, sino que también como protagonista político, los grandes cambios de este país. Y aunque uno no esté de acuerdo con algunas de sus ideas, hay que reconocer que el hombre sabe del oficio. Es cierto que las instituciones que menos confianza inspiran son el Congreso y los partidos, pero cuando se escucha en un foro a un político del calibre de Camilo Escalona —no se le puede negar cierta estatura republicana— se siente cierto orgullo de nuestra institucionalidad.

La política es una profesión compleja, llena de satisfacciones y zancadillas. Nos muestra lo mejor y también lo peor de la naturaleza humana. Por todo esto, cuando pareciera estar de moda criticar, conviene reflexionar sobre el valor de algunos de nuestros políticos y el coraje de los que hoy se atreven a competir. En particular, hay que reconocer y celebrar a ese puñado de valientes de la Concertación que hoy se atreven a competir contra el silencio de los inocentes. Aunque no sepamos «adónde va Andrés Velasco», como cuestiona Carlos Peña, es de esperar que su atractiva campaña y sus ideas al menos culminen con ese epitafio de Nicanor Parra: «Voy y vuelvo». Porque al final la competencia siempre es sana.