El Papa será recordado principalmente por haber renovado y dotado de un nuevo espíritu a la Iglesia Católica, justo cuando ésta parecía estar en retirada.
Karol Wojtyla fue investido como Papa el 16 de octubre de 1978. Tomó el nombre de Juan Pablo II y no hay dudas de que su gestión a cargo de la Iglesia Católica ha tenido una enorme influencia en el mundo entero. Es difícil saber cómo será recordado este primer vicario de Cristo no italiano desde Adriano VI, investido hace casi 500 años. Especialmente porque las enormes energías desplegadas por Juan Pablo II no han dejado su marca sólo en la esfera de la religión. La importancia de este papado en la caída de la cortina de hierro nunca se sabrá con exactitud, pero que su influencia se dejó sentir en este ámbito queda ahora clara cuando emergen antecedentes serios de que detrás de esa cortina se fraguó el atentado que casi le costara la vida en mayo de 1981. Los espacios de libertad que ha conquistado el mundo después de esa caída han sido significativos, y probablemente sin Juan Pablo II esos espacios no se habrían conquistado tan rápido.
Pero seguramente será recordado, en primer lugar, por haber renovado y dotado de un nuevo espíritu a su Iglesia. Su carisma y capacidad de comunicarse con grandes masas, moldeadas probablemente en sus juveniles incursiones actorales, acercaron, como rara vez había ocurrido en el pasado, al líder espiritual de los católicos a sus fieles repartidos en diversos rincones del planeta. Sus viajes a los cinco continentes y la reafirmación reiterada de los principios y dogmas católicos le dieron un nuevo impulso a una Iglesia Católica que parecía estar en retirada en un mundo cada vez más secularizado o al menos crecientemente plural. Más allá de las dificultades que ha experimentado esta religión, ella parece estar en mejor pie de lo que podría haberse anticipado en 1978 que iba a estar un cuarto de siglo después.
Los números en este campo son siempre complejos de interpretar, pero hasta hace poco en Estados Unidos, aun después de controlar la entrada de inmigrantes, mostraba un catolicismo en franca expansión (no se sabe todavía si los escándalos que afectaron a esta religión en Estados Unidos han afectado ese proceso). En España e Italia, donde parecía inevitable que se reprodujera el secularismo de los vecinos del norte, el catolicismo y la fe religiosa muestran una resistencia envidiable. Incluso, en Europa del Este, más allá de su Polonia natal, crece la adhesión a esta iglesia de 2.000 años. En América Latina hay evidencia dispersa de que después de décadas de expansión del protestantismo, ese fenómeno se ha reducido o incluso detenido. En África, el catolicismo parece llenarse de vigor, y en Filipinas, el bastión católico de Asia, la presencia de musulmanes y evangélicos no parece hacer mella en los católicos, quienes, además, parecen tener posibilidades de ganarse otros espacios en la región.
Pero no han sido sólo los viajes y el carisma de Juan Pablo II los factores que ayudan a explicar el relativo buen estado del catolicismo en este mundo globalizado y pluralista. Se lo ha llamado el Papa conservador, y probablemente esté aquí el secreto de su buena gestión. La modernidad, como planteara el destacado sociólogo Peter Berger en una visita reciente, no necesariamente produce un abandono de la religión, pero sí un pluralismo religioso en que distintas tradiciones se enfrentan unas a otras. La autoridad religiosa ya no se puede dar por sentada.
Por tanto, los laicos se han transformado en una comunidad de consumidores cuyos intereses no pueden ser desechados. Pero el pluralismo también produce incertidumbres que remecen el piso de esa misma comunidad de consumidores. La reafirmación de los principios de la tradición católica representa en muchos casos una guía para desplazarse en esta modernidad compleja y confusa. Una doctrina algo más diluida y que intente hacerse cargo en demasía de los cambios sociales probablemente no es una buena tabla de salvación en este panorama. Este papado probablemente entendió muy bien esta situación, y aunque seguramente sabía de los riesgos que su estrategia significaba -el descontento que esta gestión ha generado en los sectores más moderados-, el tiempo probablemente le ha otorgado la razón.
Nunca sabremos si una estrategia alternativa de mayor comprensión hacia los cambios que han vivido las sociedades en estas dos décadas y media hubiese tenido a la Iglesia Católica en mejor pie que en la actualidad, pero tengo la sensación de que ella habría diluido a esta fe y la habría condenado a un lento retroceso que hoy no es para nada evidente. Ahora, la Iglesia Católica tendrá que elegir entre mantener el camino trazado por Juan Pablo II o enmendar el rumbo. No es una decisión fácil, y los católicos del mundo, y los líderes de otras religiones, seguirán con atención los pasos del próximo Papa.