Existe una cruzada atávica contra el otro, contra la derecha, contra el neoliberalismo, contra las AFP, contra el sistema e incluso contra el Estado de Derecho.
En este ambiente tan agitado, política e institucionalmente tenso, fue refrescante escuchar a Iván Jaksic hablando de Andrés Bello en la Academia Chilena de la Lengua. Su legado nos dejó profundas huellas. Llegó en medio de una crisis severa. Y todo lo hizo a través de la palabra.
Me acordé también de esa famosa carta que escribe al llegar a Chile. Echa de menos la pintoresca vegetación de Caracas, sus cultivos y la rica vida intelectual. Pero agrega que en nuestra incipiente patria se disfrutaba “de verdadera libertad; el país prospera; el pueblo, aunque inmoral, es dócil” (20 de agosto de 1829). Con nuestra libertad y prosperidad muy golpeadas, conviene pensar nuevamente sobre el sentido de esta frase.
Respecto de nuestra docilidad, la realidad ha cambiado. Solo recuerde esas colas del gran Transantiago, con miles de chilenos resignados y refunfuñando durante esas largas esperas. Partían a su trabajo al amanecer y regresaban de noche, cansados y echando una pestañeada con la cabeza apoyada sobre un vidrio empañado. Iván Poduje, en “Siete Kabezas”, atribuye al Transantiago gran parte de la ira acumulada. Esa rabia explotó con la crisis social del 18 de octubre. Sabemos que Chile ya no es un país dócil.
Nuestra inmoralidad no cambia. Basta ver las noticias o alguna prédica del Savonarola de turno en los matinales. En el debate ya no escuchamos mentiras ingenuas —esas equivocaciones que se pueden corregir y de las cuales uno se puede arrepentir—, sino engaños muy bien pensados y planificados. Por cierto, en períodos electorales abundan las promesas y las descalificaciones. La lucha por el poder aguijonea los ánimos. Y aunque la libido dominandi irrumpe con fuerza, también es cierto que los votos la tranquilizan.
En este mismo espacio escribí sobre la curiosa influencia de Carl Schmitt en Chile (aprovecho de agregar otra curiosidad: su influencia en China es grande). Este férreo crítico del liberalismo y de la libertad —el Kronjurist que orientó el camino al Tercer Reich— centra su lógica política en una contienda entre amigos y enemigos. El enemigo es el otro que no piensa como uno, el extraño que no pertenece a la tribu. La política sería una guerra permanente, un estado de naturaleza hobbesiano. Estas ideas parecieran guiar el juego político actual. Javiera Parada fue tildada, a lo menos, de traidora. Y todo esto, por ser libre.
Además del evidente parlamentarismo de facto, vivimos una especie de binominal de facto. Como si regresáramos a la Guerra Fría, entramos en un odioso y peligroso juego de todos contra la derecha. En un país de amigos y enemigos, de buenos contra malos, esa simple expresión “por las buenas o por las malas” ha calado hondo. Existe una cruzada atávica contra el otro, contra la derecha, contra el neoliberalismo, contra las AFP, contra el sistema e incluso contra el Estado de Derecho. Y pareciera que todo eso se personificara en la figura del Presidente de la República.
El Presidente Piñera ha cometido errores. Tiene, como todos nosotros, sus defectos. Pero en esta campaña para convertirlo en el enemigo público por antonomasia, debemos reconocer su fortaleza y apego republicano.
Hace ya tiempo venimos caminado sobre una peligrosa cornisa. Hace ya tiempo hay señales inquietantes. Se celebra a Lenin, se llama a desconocer las elecciones en Ecuador y la comisión de Derechos Humanos de nuestro Senado sería presidida por un amigo, promotor y defensor de la dictadura venezolana.
Pese a todo, el espíritu liberal y republicano de Andrés Bello sigue vivo. Y para eso los tres poderes del Estado —Presidencial, Legislativo y Judicial— deben sostener el edificio institucional. Como decía Andrés Bello, la palabra, la política y la ley deben caminar de la mano. Esta es la mejor vacuna contra la decadencia institucional.