El Mercurio, 11 de octubre de 2016
Opinión

La paz no es cosa tan sencilla

Joaquín Fermandois.

Fuimos muchos los sorprendidos con el resultado del plebiscito en Colombia. La fuerza de las cosas llevaba a que se aprobaría el «Sí», que además estaba apuntalado en una suerte de «ideología de la paz» que hacía moralmente indefendible -eso parecía- apoyar el rechazo, considerado una continuación de la guerra larvada. Es un error leer los resultados como la exclusiva obra de un político revanchista, que sería Álvaro Uribe, cuya estrategia por lo demás debilitó a la guerrilla y posibilitó la negociación de Santos. A nosotros se nos escapaba la percepción directa de la mitad más uno de los que fueron a votar. No se le puede suponer un único sentimiento o motivación y la gente en cualquier país puede votar por las razones más disparatadas; no obstante, poca duda cabe de que en el caso de Colombia el hastío con las FARC y la comprensible intolerancia ante estas decidieron el triunfo del No.

Creo sin embargo que fue una posición errónea. La paz casi siempre implica transacción en la que la justicia absoluta -indefinible- es relativizada; para que haya paz así debe ser (opino que debió también ser el caso de Chile), porque todo origen remoto de la violencia tiene causas complejas y los hombres tienen derecho y necesidad de cambiar y hasta redimirse. La convivencia entre vencedores y vencidos es una de las condiciones de la vida civilizada.

La alternativa sería la llamada paz cartaginesa, la derrota absoluta con aniquilación del vencido que, con una excepción (1945, en este caso el vencido tuvo nueva y mejor vida), casi siempre ha sido mentirosa e infecunda. Con todo, la paz fructífera ha sido perseguida en la memoria por el tufillo que deja tras de sí el compromiso moral que implicó. Además, la paz no comienza de un día para otro; ni menos lo puede hacer en Colombia, donde la tradición de la violencia es parte de su historia, junto a otra realidad de exquisita civilización que la caracteriza. Es una de las tantas versiones de la frustración latinoamericana.

Sucedió que, con el anuncio tanto de las negociaciones como con la firma del acuerdo de paz en la vida internacional, se rodeó a todo el asunto con una euforia por declamar lo políticamente correcto -cuya culminación es el Premio Nobel de la Paz, desiderátum en estos temas- de la que no era bien visto estar excluido. En realidad, tanto Santos como antes Uribe y el recién fallecido Shimon Peres fueron políticos de la guerra y de la paz.

Teniendo un precio, la paz es más que la guerra en fuerza civilizatoria y es recomendable leer un breve libro de Arnold Toynbee de 1951, «Guerra y civilización». En primer lugar, al finalizar la guerra en grande continúa o se desata la pequeña guerra, espeluznante para las numerosas víctimas. Tras 1945 vino la imposición totalitaria en una parte de Europa y la guerra civil en China, por nombrar a un par de las decenas de convulsiones.

Tras un acuerdo quizás razonable como este, ahora congelado por el plebiscito, no se esfumará la violencia enraizada. Toda la parafernalia de la ceremonia en Cartagena, llena de líderes latinoamericanos congratulándose, debía pasar por alto el hecho de que, por reprobables que fueran los excesos de la contrainsurgencia -como los paramilitares, devenidos casi peores que las FARC-, la guerrilla ahora pletórica de sonrisas tenía su paradigma en la Cuba de los Castro y al final en algo así como un narco-castrismo. Gracias a la fuerza se alcanzó una paz de compromiso. Habría que preguntarse si el electorado del No quizás reaccionó contra esta hipocresía y olvido en la era de la ideología de la memoria.

Añado que si yo hubiera sido colombiano, contrito y sin ilusiones, con todo hubiese dado mi voto al Sí.