El Mercurio
Opinión

La porfiada propiedad

Leonidas Montes L..

La porfiada propiedad

Pasamos a ser, como dijo un senador, el país más desigual del planeta. La creación de riqueza fue confundida con la desigualdad y la propiedad fue vista con recelo y animadversión.

La propiedad privada, en su más amplio sentido, recupera su sitial. Esa vieja y golpeada idea que clama por la seguridad y una sana economía también es un alarido liberal que nos lleva a preguntarnos qué nos pasó.

Hace diez años todavía éramos los jaguares de Latinoamérica. Hoy, en cambio, nos alegramos con el último Imacec, que nos permitiría “crecer” alrededor de un 0% durante el 2023. De acuerdo con las encuestas CEP, desde el 2001 hasta el fin del segundo gobierno de Piñera, el 2021, un promedio del 14% pensaba que en los próximos 12 meses la situación económica del país “empeoraría”. Durante este gobierno, ese promedio subió al triple: un impresionante 41% cree que “empeorará”. Como puede ver, las expectativas económicas son adversas.

¿Qué nos ha pasado? El fin del lucro fue una consigna que caló hondo y dio espacio a sesudos análisis más allá de la educación. Pasamos a ser, como dijo un senador, el país más desigual del planeta. La creación de riqueza fue confundida con la desigualdad y la propiedad fue vista con recelo y animadversión. Era el fin del neoliberalismo y del sucio capitalismo. Los animal spirits auguraban un nuevo comienzo. Pero para eso se necesitaban reformas.

En mayo de 2015 se promulgó la reforma electoral. El binominal, nos decía Bachelet, “era un sistema concebido a partir del miedo”. Esta fue la “apuesta por el recambio generacional, por la inclusión”. Se aumentaron los diputados de 120 a 155, y los senadores de 38 a 50. Muchos sabían que la proliferación de partidos sería un problema. Hoy el número de partidos sigue aumentando y los acuerdos, alejándose. Pero había que poner fin a ese “sistema perverso”. Mirado en retrospectiva, ese sistema tal vez no era tan malo o, al menos, esa reforma se pudo hacer mejor.

Meses antes, en octubre de 2014, se implementó la reforma tributaria. No solo se aumentó el impuesto corporativo, sino que también se abrió la puerta al “futazo”, un regalo que nadie entendió. Bajo la consigna del fin del FUT —nuevamente estaba el pecado original de una iniciativa que venía de 1984—, el ahorro y la inversión cayeron. Al final, el esquivo capital se movió. Y para qué hablar de los patines y todo lo que ha pasado con nuestra educación.

Y fue a comienzos de 2014 cuando la exitosa tríada de dirigentes universitarios —Boric, Jackson y Vallejo— ingresó al Congreso. Desde entonces se hizo cada vez más difícil gobernar. Hasta que llegó el estallido social. Fueron cuatro largos e intensos años. Y en otra vuelta de carnero, volvimos al punto de partida. Por si fueran pocas las ironías que nos hacen tan excepcionales, la estrategia estatal del litio se estaría consumando con una asociación entre Codelco y Soquimich. Todo esto hubiera erizado las barbas de Marx. Habría corroborado que nuestra historia reciente “ha ocurrido primero como tragedia y después como una farsa”.

El llamado de John Locke por “la vida, la libertad y la propiedad” es claro y poderoso. Las muertes ya casi no sorprenden. La libertad ya no es tan pública y ni siquiera privada. Las balas locas entran a los dormitorios sin golpear la puerta. Todo esto apela a esa propiedad que no es solo riqueza material. Es la seguridad que se relaciona con lo más íntimo, como el hogar, la familia y la amistad. Y es también el estancamiento de la economía que nos afecta.

Además, la propiedad, así como lo propio, tiene un sentido moral. Antes de que existiera el liberalismo, los ingleses usaban property y propriety como sinónimos. Incluso en español todavía podemos hablar de una “conducta apropiada” o de “actuar con propiedad”. Sumergidos en una moral juvenil y tosca, algunos olvidaron la profundidad del concepto de propiedad. Quizá después de tantas vueltas y contradicciones resuena la voz cansina de Neruda: “nosotros los de entonces ya no somos los mismos”.