Entre los inscritos en los registros electorales, un 31 por ciento tiene 55 años o más. Por lo tanto, dirigir los mensajes de campaña a la población mayor cobra mucho atractivo.
Uno de los temas centrales de la campaña estadounidense fue la posibilidad de que los ciudadanos de ese país pudiesen destinar al menos una parte de su cotización para seguridad social a una cuenta de ahorro individual para la vejez. El Presidente Bush parece decidido a caminar en esa dirección. En el país del norte existen ahorros privados para la vejez, pero son aportes por sobre la cotización obligatoria actual. Eso significa avanzar en un camino similar al que siguió Chile hace 25 años. No es claro que Bush pueda conseguir suficiente apoyo para esta reforma. Las pensiones se financian con estas cotizaciones obligatorias, por lo que redirigirlas a una cuenta de ahorro privado significa poner recursos fiscales para estos efectos. Es decir, significa aumentar el abultado déficit fiscal actual. De hecho, el Gobierno chileno desde que se aprobara la reforma previsional ha tenido que financiar el grueso de las pensiones (hay trabajadores que en su momento se quedaron en el antiguo sistema y algo ayudan en este desafío) y los bonos de reconocimiento (una estimación del valor capitalizado de las cotizaciones realizadas por los trabajadores que estaban en el antiguo sistema de reparto y se cambiaron al nuevo sistema de capitalización individual) a un costo que, en su peak, ha significado un desembolso de casi cuatro por ciento del PIB. A esta cifra hay que sumarle el costo de las pensiones mínimas que, en estricto rigor, no tienen nada que ver con los cambios ocurridos en el sistema previsional.
El debate en Estados Unidos ha rebotado en Chile, básicamente porque los críticos de las propuestas de Bush han dejado entrever que el sistema de capitalización individual nacional es un desastre. Paul Krugman, por ejemplo, ha sostenido que es carísimo y que no asegura pensiones dignas para una buena parte de los afiliados al sistema. Respecto del primer punto, que no abordaré aquí, sólo cabe decir que, como ha demostrado creíblemente el economista Salvador Valdés, errores en los reguladores han llevado a que el sistema sea más caro de lo que sería en competencia, pero está lejos de ser tan caro como cree Krugman. La segunda parte de la crítica del economista estadounidense tampoco es correcta, aunque es probable que en la próxima contienda electoral se instale en Chile un debate al respecto. Algunas señales así lo sugieren. En parte, porque al no inscribirse los jóvenes, el padrón electoral se está envejeciendo rápidamente. Si se considera a toda la población mayor de 18 años, un 22 por ciento tiene 55 años o más.
Pero también por algunas deficiencias en el análisis interno respecto de nuestro sistema previsional. Afirmar, por ejemplo, que éste está en crisis porque aproximadamente la mitad de los afiliados no accederá a una pensión mínima al cumplir la edad de jubilación desconoce que una proporción importante de éstos cotizó en algún momento de su vida y luego decidió retirarse definitivamente de la fuerza de trabajo o regresar sólo esporádicamente a ella. Por cierto, estas personas, la gran mayoría mujeres, no aspiran a recibir una pensión. Además, su decisión de excluirse de la fuerza de trabajo nada tiene que ver con el sistema previsional. Por otra parte, tampoco parece preocupante que una serie de profesionales que ejercen libremente, y que están eximidos de la obligación de cotizar, no lo hagan de manera voluntaria. Seguramente ellos reunirán suficientes activos para financiar su vejez.
Tampoco se puede pedir que un sistema de pensiones desconozca la realidad salarial del país. Uno bueno debería asegurar que la pensión correspondiese a alrededor de un 70 por ciento del salario. El sistema de pensiones chileno lo hace para todos aquellos trabajadores que tienen una densidad razonable de cotizaciones, pero no puede alterar el hecho de que el 50 por ciento de nuestros trabajadores tienen un salario neto inferior a los 220 mil pesos. Hay, sin embargo, todo un grupo de trabajadores que trabaja de manera informal o pocos meses al año, como los temporeros, que más allá de las consideraciones anteriores no acumulará fondos suficientes para acceder a una pensión que guarde alguna relación con los salarios obtenidos, aunque sean bajos, durante la vida laboral. En estos casos, el costo de la formalidad laboral y algunas imperfecciones en el diseño del sistema de subsidios para la vejez son una barrera difícil de superar. Es ahí donde debería concentrarse el debate y probablemente no deben descartarse soluciones heterodoxas como el financiamiento de una pensión mínima para los hogares más pobres independientemente de las contribuciones que, además, incluya incentivos fiscales para aquellos que aportan a una cuenta de ahorro para la vejez.