El progreso, bien lo sabemos, es más complejo que el PIB per cápita. En cierto sentido nos quedamos solo con el Adam Smith de la «Riqueza de las Naciones», y todavía no hemos visto la importancia de su «Teoría de los Sentimientos Morales». Hay una preocupante carencia de empatía a todo nivel.
Fue un fin de semana triste y también deprimente. Un alza de pasajes gatilló situaciones que nadie hubiera imaginado. La efervescencia social nos recordó una vez más ese estado de naturaleza hobbesiano, donde la vida fuera de la sociedad sería ‘solitaria, pobre, repugnante, brutal y corta’. Por eso, según Hobbes, debemos ceder parte de nuestra libertad para establecer un contrato social que nos garantiza vivir en paz. En estos días de rabia y bronca –ya hablaremos de la ira- hemos olvidado lo que significa ese principio hobbesiano que nos limita e impone deberes, pero también esa vieja idea aristotélica del zoon politikón, ese animal social que somos nosotros. En efecto, somos seres humanos que vivimos en sociedad, con otros. Esta idea fundamental sienta los cimientos del Estado moderno. Y del liberalismo que inspira nuestra sociedad moderna. No en vano John Locke establecía los principios de «la vida, la libertad y la propiedad» como los cimientos la sociedad.
Partamos por lo principal. La tolerancia, ese gran valor liberal, nos exige un esfuerzo para tolerar aquello con lo cual no concordamos o que nos produce rechazo. La tolerancia es un ejercicio social que nada tiene que ver con la simple indiferencia. Ésta es solo el acto de ignorar. No nos exige nada, solo centrarse en uno mismo. La tolerancia, en cambio, nos exige ponernos en la situación del otro, tratar de entenderlo y eventualmente esforzarnos por tolerar aquello con lo que no estamos de acuerdo. Pero lo que no se puede tolerar es la violencia y los atentados contra «la vida, la libertad y la propiedad». Esto atenta contra el tejido que mantiene unida a la sociedad. Destruir los cimientos de nuestra sociedad es atentar contra lo más sagrado de nuestra convivencia: nuestro estado de derecho. Son inquietantes las imágenes de los robos y saqueos, y de la ira destruyendo aquello que nos enorgullece y nos une: el Metro de Chile. Es un ataque cobarde y egoísta a un símbolo de integración y unión. El Metro es una empresa estatal que es de todos y para todos. Destruirlo es intolerable e inaceptable y nos distancia del sentido humano del zoon politikón.
Ahora vamos a la ira. Sloterdijk, en su libro Ira y Tiempo, cuyo título evoca a Heidegger con su Ser y Tiempo, nos recuerda que desde la Ilíada la ira ha acompañado la historia de Occidente. Y su tesis más provocativa es que durante el siglo XX la izquierda fue la banca de la ira ciudadana, una ira que, por supuesto, también era esperanza. Los ciudadanos depositaban su ira a la espera de los intereses que se prometían y esperaban. Con el fracaso del socialismo y la crisis de corrupción que ha azotado a la política, los ciudadanos ahora no tienen una banca para depositar la ira. Como no hay banco, los intereses y las esperanzas han desaparecido. Y lo que es peor, los ciudadanos depositan la ira en sí mismos. Una ira que explota y se define en la subjetividad. Existe un individualismo que es preocupante. Y aquí hay un gran desafío para nuestra clase política que no canaliza la ira, ni refleja las esperanzas.
Las razones detrás del individualismo, eso que algunos pretenden reducir solo al neoliberalismo, es más profunda. Tiene que ver con esa pérdida del sentido social, con esa orfandad que genera el olvidar que somos seres sociales que vivimos con otros. Chile ha vivido un rápido y sostenido crecimiento muy centrado en el individualismo metodológico que es propio de la economía neoclásica. Hablamos mucho de la planilla Excel, como dijo alguna vez Lucía Santa Cruz, pero soslayamos que vivimos en sociedad. El progreso, bien lo sabemos, es más complejo que el PIB per cápita. En cierto sentido nos quedamos solo con el Adam Smith de la Riqueza de las Naciones, y todavía no hemos visto la importancia de su Teoría de los Sentimientos Morales. Hay una preocupante carencia de empatía a todo nivel.
En esta crisis social y política, todos somos responsables. Pero los más irresponsables son los que ignoran lo que está en juego: los principios que sostienen nuestra vida en común.