El Mercurio, lunes 9 de febrero de 2004.
Opinión

La tierra del mar

Lucas Sierra I..

El buzo entró al mar helado y bravo. Alcanzada laprimera roca, empezó una cosecha inmemorial.

Escribo frente al mar en Buchupureo, una playa al norte de la Octava Región. La arena es negra, el mar inmenso y siempre poderoso. Éste tiene una apariencia metálica, de un color azul oscuro y, a veces, gris. Sopla constantemente viento sur, que se hace sentir, pero se tolera, ya que garantiza buen tiempo. El agua siempre es fría y tiene algo intensamente mineral. El aire también.

Buchupureo es un lugar antiguo. Dicen que en la colonia hubo aquí un puerto en el que se embarcaba trigo para el Virreinato del Perú. Todavía es fácil percibir este antiguo carácter. Muchos cosas hablan de él, por ejemplo, el modo de sus habitantes, el tranco de las yuntas de bueyes y la forma en que se cosecha el mar.

El mar es fértil: manadas de lobos oscuros como el acero patrullan las olas y hay un revoloteo incesante de infinitos pájaros marinos. Se pesca en bote, y a veces aparecen pesqueros que vienen de Talcahuano. Desperdigadas por la costa, hay incrustaciones de rocas que, como acorazados a toda máquina, penetran el mar. Están tapizadas de cochayuyos. De vez en cuando, éstos son cosechados en una faena que más parece un ritual. Ayer me tocó presenciar una y pude ver cómo lo antiguo se hacía presente.

Un buzo entró al mar y se dirigió a las rocas de más afuera, por lo menos a 30 metros de la orilla. Llevaba dos cuchillos: uno curvo, amarrado al extremo de un largo palo, y otro recto, atado a la muñeca. La tarea no era fácil: el agua estaba helada y el oleaje muy fuerte. Alcanzada una roca, se instalaba, manipulaba sus cuchillos y varios pelones comenzaban a aparecer en ella. Los cochayuyos cortadoscaían al agua y flotaban a la deriva. Luego, el buzo se trasladaba a otra roca, y así sucesivamente.

Por mientras, la cosecha era arrastrada por la marea a la playa, donde un socio la recogía y ponía a secar al sol. Poco a poco, la playa solitaria se pobló de unas mechas largas y revueltas, cada vez más tiesas y quebradizas.

La faena duró todo el día y estuvo marcada por dos tiempos ineludibles: el que demoró el mar en llevar los cochayuyos a la playa y el que demoraron éstos en secarse al sol. Era indispensable que se secaran, pues, atados en grandes fardos, debían ser subidos, al hombro, por un escarpado sendero al camino público. Subirlos secos ya era pesado; húmedos, hubiera sido simplemente imposible. Secos y todo, la faena me pareció titánica.

Esta vez los recolectores eran de Curanipe, una playa varios kilómetros al norte, y pretendían vender los cochayuyos en el mercado de Cauquenes. A veces los recolectores son locales y otras vienen de fuera. No importa que hoy se trasladen en camioneta. La técnica de su cosecha sigue siendo la misma y está regida por los dos tiempos que, sin contemplaciones, impone la naturaleza: el que toma el mar para la entrega y el que toma el sol para el secado. Así ha sido siempre y así será mientras haya quienes recorran estas playas en busca de cochayuyos. Contemplando la cosecha de ayer, me acordé del nombre que la lengua mapuche da a las costas formidables que hay de aquí al sur. Es «lafquenmapu»: la tierra del mar.