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¿La última palabra?

Isabel Aninat S., Lucas Sierra I..

¿La última palabra?

Hoy se ha hecho evidente que la reforma de 2005 pecó de ingenuidad. Al trasladar la declaración de inaplicabilidad al TC, debió regularse expresamente el efecto preciso que esta tendría en los tribunales ordinarios.

La actual tensión entre los más altos tribunales de la República es la concreción inequívoca de un riesgo que se introdujo con la reforma constitucional de 2005. Se veía venir.

Ella trasladó el conocimiento del recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad desde la Corte Suprema, donde siempre estuvo, al Tribunal Constitucional (TC). La intención del cambio fue atendible: concentrar el control de la supremacía de la Constitución en un solo órgano.

Pero, no obstante la existencia de una pedagógica experiencia comparada sobre la difícil relación que se puede producir entre una judicatura ordinaria y una constitucional, la reforma de 2005 fue defectuosa.

El efecto de las sentencias de inaplicabilidad del TC en los tribunales ordinarios se dejó a la práctica de estos últimos. Pero la práctica que estos han desarrollado es equívoca y displicente con el TC, probablemente alentada por una cultura corporativa que resiente la pérdida de un poder que siempre tuvo.

Además, y como se ha hecho evidente en estos días, los tribunales ordinarios mantuvieron un área específica del control de la supremacía constitucional: la cautela de los derechos constitucionales vía protección. Tampoco se reguló la relación entre ambas judicaturas en este punto, probablemente confiados en la razonable jurisprudencia que habían desarrollado los tribunales ordinarios en el sentido de que no hay acción de protección contra las decisiones de un tribunal, de cualquier tribunal.

Hoy se ha hecho evidente que la reforma de 2005 pecó de ingenuidad. Al trasladar la declaración de inaplicabilidad al TC, debió regularse expresamente el efecto preciso que esta tendría en los tribunales ordinarios. Y también el punto específico de la acción de protección. Para evitar la bicefalia constitucional sin solución que tenemos hoy, debió establecerse que no hay protección contra las decisiones del TC, aun cuando estas toquen garantías constitucionales amparadas por ella.

En la academia hay diagnósticos y propuestas sobre reformas al TC. Ellas tratan no solo de mejoras a su integración, sino que, también, y con una mirada sistémica, a su relación con la judicatura ordinaria y con otros órganos del Estado. Respecto de esto último, proponen regular algo que puede generar un problema institucional tanto o más grave que el actual: las contiendas de competencia a que inevitablemente dará lugar el proceso de descentralización.

Los jueces están discutiendo por quedarse con la última palabra. Esta, sin embargo, no es de ellos. Es de la política.