«Libertad versus igualdad es el título de este seminario. Puesto así parece que estamos en una disyuntiva: ¿es posible un balance razonable? Sin duda, pero en una sociedad democrática y con libertad económica esa posibilidad no es ilimitada.
Para plantear la forma de acercarnos a este equilibrio y, eventualmente, reconocer la tensión que puede aquejarlo, déjenme pedir prestado, de manera informal, algunos conceptos de John Rawls. Su primer principio establece que las libertades básicas sólo se pueden restringir con el propósito de mantener el esquema más extensivo posible de libertades y no por razones de eficiencia, de interés público o para asegurar mayores igualdades sociales o de oportunidades. Ellas incluyen la libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad de asociación y los derechos y libertades que aseguran la autonomía y la integridad de las personas (libertad de trabajo y el derecho a poseer propiedad personal). El segundo principio, en cambio, acepta que las desigualdades económicas y sociales son legítimas sólo si benefician a los menos aventajados y si las posiciones de privilegio están abiertas a todos los ciudadanos sin discriminaciones. Este principio de la diferencia, se podría reescribir postulando que las libertades no cubiertas por el primer principio se pueden restringir si, por ejemplo, en su ejercicio se producen desigualdades que no benefician a los menos aventajados.
La aplicación del segundo principio da para un debate interminable, pero seguramente se podría defender un enorme espacio de libertad a partir de él. Pero me interesa concentrarme en ese espacio de libertades que no está sujeto a consideraciones ulteriores. Mucho del debate político, más allá de la teoría rawlsiana, tiene que ver precisamente con cuáles son las libertades que agrupamos bajo el “primer principio” y cuáles bajo el segundo. Un ejemplo actual para ilustrar, más allá de las armonías obvias, la potencial tensión entre libertad e igualdad es el debate respecto del financiamiento compartido. Su existencia permite que los padres puedan aportar, con un tope, a la educación de sus hijos un monto adicional al subsidio escolar. Ese aporte es obligatorio en los colegios que adoptan esta modalidad, pero los padres pueden elegir si quieren enviar ahí a sus hijos. En la actualidad hay un rango amplio de cobros, de modo que la inversión por niño permitida por nuestro sistema educacional puede diferir de modo significativo de un estudiante a otro. Aunque el Estado puede actuar para limitarla a través del diseño del sistema de financiamiento escolar, es obvio que puede producirse una desigualdad de inversión. ¿Deberían tener los padres, a pesar de esta eventual desigualdad, la libertad para aportar a la educación de sus hijos? Es evidente que esta discusión se restringe al ámbito de la educación que el Estado contribuye a financiar. Más allá de pequeños círculos académicos, no parece tener sustento la idea de extender la prohibición de aportar a la educación particular pagada. De buenas a primeras el segundo principio no ayuda. Es difícil argumentar que la libertad de aportar va a beneficiar a los menos aventajados (aunque es una defensa que se puede hacer, porque “libera” recursos públicos que se pueden emplear para mejorar el financiamiento de éstos). Con todo, si la apelación a los aventajados se refiere a los estudiantes que asisten a la educación particular pagada, que invierten en promedio alrededor de 5 mil 500 dólares al año (gráfico 1), el financiamiento compartido, al permitir a amplios sectores de la población reducir la brecha de inversión con los más acomodados, podría defenderse, sin duda forzándolo, a partir del principio de diferencia. Esta reflexión sería innecesaria si reconociéramos esta libertad como parte del primer principio, pero eso pasa por un debate político que es el que precisamente estamos teniendo.
En salud pasa otro tanto. Para garantizar el acceso a la salud, nuestra legislación establece la obligación de entregar una cotización. Así, cada persona dispone de montos diferentes para contratar un sistema de salud y los aseguradores privados responden mediante una multiplicidad de planes para acomodarse a la realidad socioeconómica de cada una de las familias. Inevitablemente, los resultados de este diseño institucional están mediados por los ingresos de las personas.
Si, en cambio, la obligación impuesta por el Estado en lugar de ser un porcentaje del ingreso, fuese la contratación de un plan definido por las autoridades, se lograría un resultado más igualitario en salud. Pero compliquemos un poco las cosas; supongamos que se puede elegir el oferente de este plan. Es bastante plausible suponer que ofrecerán servicios complementarios que harían reaparecer el peso del ingreso familiar en el nivel de atención de salud. Alguien podría pensar que la solución es prohibir entonces los planes complementarios o definitivamente que exista un único asegurador del Estado. Sin embargo, esto apenas puede atenuar el problema. Después de todo, siempre podrán contratarse servicios adicionales pagando directamente, al margen del marco definido por el Estado. ¿Cuál es el espacio de libertad que nos reconocemos aquí sin que ello nos lleve de nuevo a discutir sobre el impacto en igualdad? ¿Qué reservamos para el primer principio? No cabe duda que en áreas como educación y salud, para nombrar las más emblemáticas, estamos en una discusión de reequilibrio de los balances previos alcanzados entre libertad e igualdad.
Este debate, que es conceptual, pero con efectos prácticos, tiene una reflejo en el diseño de la política social. Se plantea, en la práctica, sustituir el gasto privado (marcado por los ingresos y, por tanto, desigual) por recursos públicos financiados a través de impuestos ojalá progresivos. Se describe también como el reemplazo de la política social focalizada por una universal. Claro que sin las cargas tributarias observadas en otros países y, por tanto, sin el volumen de transferencias monetarias contempladas en esos países. Esto sólo puede conducir a frustración, como de hecho ya está ocurriendo. Usamos para compararnos en desigualdad el índice Gini después de impuestos y transferencias. En Chile es poco más de 0,5 y al interior de la OCDE nos comparamos con otros que tienen un Gini en torno a 0,3 (gráfico 2).
¿Qué estamos haciendo mal? Miremos por un momento el Gini antes de impuestos y transferencias (gráfico 3). Chile sigue alto, pero hay países de la OCDE similares a nosotros y, por lo tanto, la situación de desigualdad se ve menos dramática. ¿Cómo explicar esto? Pues bien, que los países de la OCDE –en general– gastan mucho en transferencias focalizadas que logran esas mejoras en el Gini. Pero nuestra política social invierte poco en transferencias y no ha sido diseñada para esos propósitos. Los programas típicos para esos propósitos: el subsidio de cesantía, el subsidio al empleo, los subsidios familiares e incluso el pilar solidario de pensiones son modestos. Por cierto, también influye nuestra baja carga tributaria, pero también invertimos más en términos relativos en especies antes que en dinero respecto de otros países de la OCDE. Vivienda es un buen ejemplo.
La idea, entonces, de reducir los aportes privados y pasar a políticas más universalistas puede hacernos retroceder aún más en desigualdad. No es fácil, además, gastar más y producir menor desigualdad. Los países que tuvieron el mismo nivel de ingreso per cápita antes que nosotros y que luego elevaron su carga tributaria, no lograron en promedio reducir su desigualdad (medido por el Gini después de impuestos y transferencias). Esto es una demostración de que es fácil confundirse en el diseño de las políticas. Un caso dramático es Dinamarca, que ha subido su carga tributaria en casi 20 puntos porcentuales desde que alcanzó el ingreso per cápita actual de Chile y su Gini no se ha visto modificado.
También hay países relativamente exitosos, que subieron poco la carga tributaria y que lograron cambios en la desigualdad de ingresos muy fuertes. No son muchos, uno es Suecia, y parecen compartir varias características. Desde luego altas tasas de empleo y una fuerte apuesta por el crecimiento. Combinaron, entonces, instrumentos sociales con crecimiento, productividad y aumento en el empleo, entre otras cosas. Es evidente que hay que definir bien el mix de políticas que nos permita no sólo lograr un buen equilibrio entre libertad e igualdad, sino también potenciar nuestro progreso.