El Líbero, 30 de agosto de 2017
Opinión

Las izquierdas latinoamericanas en una espiral descendente

José Joaquín Brunner.

Como dice Chomsky, cualesquiera sean los mayores grados de desarrollo material y de bienestar social asegurado a sus poblaciones por los gobiernos de izquierda exitosos, aquellos logros fueron alcanzados sin cambiar las bases del capitalismo y su modelo “estructural” de crecimiento, propiedad y control.

Geografía política

El libro editado por Claudio Arqueros y Álvaro Iriarte ofrece un buen punto de partida para retomar la discusión, ya larga, sobre las izquierdas del siglo 21 en Chile y América Latina. El carácter del análisis es politológico; cubre la primera década y media del presente siglo y se enfoca en los regímenes variablemente denominados del bloque del ALBA, de izquierda bolivariana, progresistas, nacional-populares, de izquierdas del siglo 21 o neo-populistas.

La orientación del análisis es patente desde el título mismo: «crisis de las izquierdas del siglo 21». Habla —en general— del fin de la hegemonía bolivariana y sugiere que entramos a un nuevo ciclo político. La radiografía de la región comienza con dos conocidas fotografías: fragilidad institucional y corrupción, la primera; Estados débiles y crimen organizado, la segunda. En cuanto a los países estudiados, incluyen a la Argentina de Kirchner, la Bolivia de Evo Morales, el Brasil del PT y su crisis, el Chile de Bachelet 2, el Ecuador del socialismo del «buen vivir», la Nicaragua del Orteguismo, el Perú de Ollanta Humala, el fin de la guerrilla en Colombia y su transformación en un proyecto político dentro del sistema electoral, y, ¡cómo no!, la Venezuela bolivariana —de Chávez a Maduro—, suspendida a las puertas del caos.

¿Qué faltó tratar? Poco: El Salvador de Funes y Sánchez, quien gobernará hasta 2019; la Honduras de Zelaya entre 2006 y 2009; el período Lugo en Paraguay de 2008 a 2012; los actuales gobiernos de México y Costa Rica que suelen clasificarse como de centroizquierda y, naturalmente, dos países estelares en este firmamento: el Uruguay del Frente Amplio, que viene gobernando a este país desde hace más de una década y, por cierto, «Cuba bienamada», como la llama Neruda en uno de sus versos, alfa y omega de la revolución en América Latina durante más de medio siglo. Bien pueden imaginar ustedes, son densas 411 páginas.

Estado de situación

Por mi parte, propongo aprovechar la lectura de este volumen para hilvanar —a partir de los temas allí tratados— algunas reflexiones sobre las izquierdas de América Latina como propuesta política, ideológica, intelectual y cultural.

¿Cuál es el estado de situación?

Parto por Europa, cuna de las izquierdas revolucionarias y reformistas, del comunismo, el socialismo y los variados progresismos occidentales, laicos y confesionales, burgueses y proletarios, modernos y posmodernos. Allí, entre los 28 países de la Unión, sólo cinco son hoy de izquierda o centroizquierda; respectivamente: Portugal y Grecia, izquierda; y Eslovenia, Malta y Suecia, centroizquierda.

Atrás quedaron los días en que el panorama político europeo incluía en primera fila a socialistas de Francia y España, laboristas ingleses, comunistas italianos, socialdemócratas siempre gobernantes en los países nórdicos. A su turno, los regímenes políticos de Europa Central y del Este emergentes tras la desaparición de la URSS, salvo Eslovenia, se sitúan en la actualidad todos desde el centro hacia la derecha, incluyendo expresiones nacional-populistas-autoritarias en Hungría y Polonia.

En América Latina el cuadro de las izquierdas muestra un retroceso similar, aunque menos agudo. Entre 19 países, se mantienen en el gobierno en 10, luego de haber perdido Brasil y Argentina. Sin embargo, al indagar en los contenidos tras la etiqueta, puede colegirse que Cuba posee, más bien, una dictadura anacrónica; Nicaragua, una dictadura paternalista y prebendaria; Venezuela, un autoritarismo plebiscitario y caótico al borden del desplome. En el polo de las izquierdas reformistas, los gobiernos de México, Costa Rica, Uruguay, Chile, El Salvador y Ecuador luchan todos —con visibles dificultades— por sostener políticas de bienestar con reducidos ingresos y un menor gasto social. En cuanto a Bolivia —con su Estado unitario social de derecho, plurinacional, comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural y descentralizado con múltiples autonomías de base, según se define en la Constitución de 2009— se caracteriza asimismo por un «populismo de alta intensidad», pero con cimientos indigenistas-ecologistas, crecimiento económico sostenido durante la última década —vía extractivismo con redistribución social— y con formas relativamente constantes de movilización.

En suma, el «gran giro a la izquierda» del que hablaron varios autores a mediados de la década pasada —giro con elementos post-neoliberales y de «retorno del Estado», elementos neo-desarrollistas y a veces con algún rasgo de socialismo tipo siglo XXI—, ese giro parece estar llegando a su fin. En cambio, se plantea ahora la pregunta «¿fracasó la izquierda latinoamericana?», enunciada por el intelectual argentino Martín Caparrós. O bien, la del colombiano Hernando Gómez Buendía: «¿por qué fracasa la izquierda en América Latina?» Más directo es Jorge Castañeda, mexicano, quien en su momento distinguió entre dos izquierdas ascendentes en la región —una pragmática, sensata y moderna, representada, decía él, por Chile, Brasil y Uruguay, y otra demagógica, nacionalista y populista, presente en Venezuela, Bolivia, Argentina y México— y que ahora declara derechamente «la muerte de la izquierda latinoamericana». A su turno, Noam Chomsky, el famoso lingüista del MIT, quien en su calidad de intelectual público representa un polo radical del discurso crítico en los EEUU, decía hace unos meses que en Latinoamérica «los gobiernos de izquierda fallaron en crear economías viables y sustentables». Por el contrario, afirmó, habían impulsado «un modelo dañino y sin éxito de desarrollo».

Sin duda, este análisis necesitaría afinarse mucho más para darle mayor consistencia, cosa que no podemos hacer aquí. Baste traer a la memoria la contracara positiva de una década de crecimiento, durante la cual América Latina «experimentó una etapa sin precedentes caracterizada por una fuerte disminución en la pobreza (medida por ingresos) y en otros indicadores de privación material, así como por una notable caída en la desigualdad. Esta reducción estuvo fuertemente vinculada con dos factores: por un lado, la mayor parte de las economías de la región experimentaron altos niveles de crecimiento económico, acompañados por aumentos en el empleo y en los ingresos laborales; por otro lado, la mayoría de los países incrementaron el gasto social y pusieron en marcha amplios sistemas de protección social, o extendieron en forma significativa el alcance de los existentes». (http://focoeconomico.org/2012/11/14/2143/).

A esto contribuyeron gobiernos de diferentes persuasiones, de izquierdas y derechas, en toda la diversidad de posiciones intermedias.

Contradicciones de izquierda

Pero, claro, las izquierdas responsables por estos éxitos suelen no hacerse cargo de ellos; ni siquiera los reconocen como legítimos a veces. ¿Por qué? Porque, como las acusa Chomsky, cualesquiera sean los mayores grados de desarrollo material y de bienestar social asegurado a sus poblaciones, aquellos logros fueron alcanzados sin cambiar las bases del capitalismo y su modelo «estructural» de crecimiento, propiedad y control. En efecto, lo que se modificó, fue el modelo de políticas públicas, la composición de las tecno burocracias del Estado, las alianzas políticas, las ideologías e intereses que éstas expresan, y las magnitudes y prioridades del gasto público. En suma, las izquierdas más exitosas lograron adelantos dentro del capitalismo existente, sin alterar sus bases «estructurales»; produjeron desplazamientos desde un modelo neoliberal de políticas hacia políticas modelos de regulación de mercados; desde un Estado de laissez faire o puramente subsidiario hacia un Estado más activo, evaluador, redistribuidor y garante de derechos.

Con todo, también hubo gobiernos de izquierda que —al interior del juego de las variedades de capitalismo— dejaron tras de sí huellas desquiciadas. Al terminar el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, por ejemplo, un 29% de la población no podía satisfacer sus necesidades básicas; 10 millones de pobres y dos millones de indigentes; 56% de los trabajadores carecía de un emplea estable y formal. Agréguense a esto la corrupción a gran escala y la conformación de redes de tipo mafia dentro del aparato burocrático del Estado.

A su turno, en Venezuela la anarquía se ha vuelto rampante. Según informa Ricardo Hausmann del Harvard Kennedy School, en base a cifras del FMI, el PIB se sitúa en 2017 un 35% por debajo del de 2013, es decir, 40% en términos per cápita. En relación al producto, Venezuela es el país con la mayor deuda externa del mundo. El ingreso mínimo, que allá es cercano al ingreso medio, declinó un 75% (en precios constantes) entre mayo de 2012 y mayo de 2017. La pobreza de ingresos aumento de 48% a 82% en 2016, de acuerdo a una encuesta realizada por las tres universidades más prestigiosas del país. A esto se suman la corrupción, la concentración del poder, la persecución de los opositores y la acelerada imposición de un régimen populista-dictatorial que hace rato dejó de ser, siquiera, una democracia delegativa. Con razón la revista The Economist del 29 de julio pasado titulaba: Venezuela in chaos.

El fin de un sueño revolucionario

Pero, ¿son los problemas de mal gobierno, deficiente gestión y escándalos de corrupción los que manifiestan de manera más nítida la crisis profunda de las izquierdas, especialmente de aquellas que se autodefinen como revolucionarias o, al menos, como opciones anti-sistema?

Sin duda, las dificultades más profundas son de sentido, no meramente instrumentales, y apuntan al propio núcleo de identidad de las izquierdas radicales.

La idea misma de revolución que, en el imaginario de las izquierdas apela a la creación de un nuevo orden —un nuevo cielo y una nueva tierra—, identificado durante el siglo XX con la utopía del comunismo (el Cielo) y con los socialismos «realmente existentes» (en la Tierra), suponía una completa erradicación del capitalismo, o bien, su próximo desplome, siempre a punto de ocurrir, según esa suerte de milenarismo que subyace a las izquierdas utópicas. La revolución debía traer consigo, por lo mismo, un nuevo paradigma de organización social y una radical transformación no sólo de los modos de producir, trabajar, distribuir y consumir bienes, sino también un cambio de la vida, formas antes desconocidas de relacionarse, de aprender, de amar y soñar. La revolución era el anhelo de un mundo diferente, emancipado; una rebelión contra los límites, los abusos y las explotaciones. Según expresa un intelectual de izquierda, «las revoluciones son las que hacen la historia. Los liberales de todo tipo, con raras excepciones, se hallan al otro lado» (Tarek Alí, pos80).

Sin embargo, la caída del Muro, el fin de la URSS, el ingreso de China al circuito de los mercados globales, la apertura de Cuba a un capitalismo artesanal y turístico, y la instalación del productivismo y el consumismo en el «heroico pueblo» de Vietnam, todo eso pone fin a las ilusiones de revolucionar la historia y sustituir al capitalismo. La propia idea de revolución desaparece del léxico de las izquierdas, cediendo a lo que un teórico de las izquierdas posmodernas designa como el «chantaje liberal». Esto es, la tácita aceptación de que cualquier proyecto emancipatorio conduce a una catástrofe de proporciones históricas y, por ende, al encierro en cuyas puertas está escrito: «No hay alternativa» (Geoff Boucher and Matthew Sharpe. Introduction: «Žižek’s Communism and In Defence of Lost Causes», International Journal of Zizek Studies, Volume Four, Number Two).

Hoy, ya lo vimos, las fuerzas de izquierdas se mueven incómodamente dentro de los límites de la democracia liberal, en un arco que va desde un reformismo suave de tipo liberal-social, pasando por el reformismo socialdemócrata de Tercera Vía, un reformismo socialdemócrata ortodoxo de universalización de derechos sociales hasta alcanzar, en el otro extremo, un reformismo socialista de tipo nacionalista, populista, autoritario, indigenista, etc., con base en alguna variedad de capitalismo de Estado, como han venido desplegándose en América Latina durante la primera década y media del nuevo milenio. Esto significa que las izquierdas pierden parte de su aura religioso-romántico-trascendente y deben convivir ahora con el capitalismo y sus instituciones de tipo mercado, con la democracia y sus ideales de pluralismo y libertades individuales, y con una cultura de masas que en la práctica valora por igual el consumo y la ciudadanía, los valores públicos y privados.

Lo que emerge contemporáneamente desde el espacio de las izquierdas es, más bien, una colección de sentimientos que rechazan el lucro, el productivismo, el individualismo posesivo y el utilitarismo, pecados atribuidos al mercado y a las políticas neoliberales. Como explica Roger Bartra, un antropólogo mexicano y hombre de izquierdas, «en la izquierda ha ocurrido un lento proceso de sustitución de las ideas por los sentimientos. Las ideas han ido retrocediendo ante las pasiones. Como el corpus ideológico tradicional estaba cada vez en peores condiciones para ilustrar el camino de la izquierda, se acudía cada vez más a recursos sentimentales para apuntalar el maltrecho edificio de los partidos progresistas». (Roger Bartra, «La batalla de las ideas y las emociones en América Latina», Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, Volume 62, Issue 229, January–April 2017, 129-148.

Izquierdas y derechas, ciclos cortos y largo plazo

Una hipótesis subyacente del libro que comentamos —y de todo un sector académico-político e ideológico que por contraste con el de las izquierdas, tendremos que llamar de derechas— es que estos sentimientos sólo sirven para gobernar mientras el ciclo económico está al alza y hay abundantes recursos para expandir el gasto social necesario para el progresismo populista y el bienestar social. Así ocurrió en América Latina durante el súper ciclo de los commodities, que llevó el crecimiento promedio de la región a un 4% anual entre 2004 y 2013, comparado con un magro 1,01% anual durante el período 1970-2004. A partir del término del superciclo, la región vuelve a crecer menos que las regiones más dinámicas del mundo; cae la inversión física, en capital humano e I+D, y se desacelera el comercio, al mismo tiempo que reaparecen con fuerza los desequilibrios estructurales tales como una persistente vulnerabilidad externa, una matriz productiva poco diversificada, baja inversión y desempeño de la innovación, debilidad de las instituciones, brechas de desigualdad en todos los aspectos de la vida social y ahora, además, fragilidad frente al cambio climático.

La hipótesis enunciada concluye que, acabado el ciclo ascendente de la «década gloriosa», los gobiernos de las izquierdas —impedidos de sostener el gasto social y atormentados por la corrupción o la inefectividad — tienden a ser sustituidos por gobiernos de derechas. Éstos vendrían a poner término al derroche y a restaurar el orden en las cuentas fiscales, de la seguridad ciudadana y de la probidad.

Sin embargo, esta dialéctica económico-político con ciclos asimétricos no alcanza a profundizarse en el volumen de Arqueros e Iturra. Deberían comprometerse, por tanto, a hacerlo en un siguiente volumen, cuyo título podría ser: «¿Auge o espejismo de las derechas del siglo XXI?» Corresponde hacerlo, por lo demás, ahora que el número de gobiernos de este sector parece multiplicarse en la región. Al mismo tiempo, las derechas experimentan importantes tensiones y redefiniciones al nivel internacional; EEUU en primer lugar, junto con el crecimiento inaudito de grupos nacional-populistas desde Francia y Austria hasta Hungría y Polonia.

En efecto, así como las izquierdas atraviesan una amplia zona de turbulencias y salen transformadas y confundidas del fracaso de las experiencias revolucionarias del siglo XX, también las derechas emergen del pasado siglo con una pesada carga de horrores y despilfarros. Deben redefinir sus relaciones con las libertades modernas y el pluralismo democrático, con la globalización y los inmigrantes, con el Estado de bienestar y los derechos sociales, con la libertad de elegir y los valores religiosos, con las colusiones empresariales y el abuso de los consumidores. En América Latina uno puede fácilmente imaginar, incluso, que los gobiernos y partidos de derechas no necesariamente están preparados —en su estado actual de pensamiento y capacidad político-técnica— para dar una respuesta eficaz, ni siquiera siempre eficiente, para el tiempo post-antineoliberal al que hemos ingresado, donde es crucial hacer frente a las desigualdades, resolver las demandas de los sectores medios emergentes, integrar a los sectores excluidos, dialogar con las comunidades y ofrecer a las naciones una vía sustentable de desarrollo con paz social y bienestar colectivo.

En fin, puede ser que las derechas se sientan mejor equipadas que las izquierdas para hacer frente a los tiempos de austeridad o a la post crisis —cuando se reclama orden, ley, jerarquía, austeridad y disciplina—, mas deben recordar que estas demandas van acompañadas habitualmente por otras que exigen una mejor distribución de las satisfacciones materiales y simbólicas y mayores niveles de igualdad, libertad, fraternidad y diversidad.

Resulta una contribución adicional del volumen de Arqueros e Iriarte el invitar a plantearse, por contraste, también estas otras preguntas, relativas a las derechas del siglo 21.

 

(Texto leído en el lanzamiento del libro editado por Claudio Arqueros y Álvaro Iriarte, «Chile y América Latina. Crisis de las izquierdas del siglo XXI». En Universidad del Desarrollo, 29 de agosto de 2017).