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Legitimidad constitucional

Aldo Mascareño.

Legitimidad constitucional

La cercanía de la ciudadanía debe asegurarse desde el inicio, de otro modo, se cobra constantemente. Un segundo fracaso ahora seguiría retrasando los cambios institucionales necesarios para enfrentar los desafíos del siglo XXI.

Últimamente, distintas voces han puesto en duda aspectos de la legitimidad del nuevo proceso constitucional que ahora se inicia. La mirada se ha puesto en el control que ejercen los partidos, en que el Acuerdo por Chile limita demasiado al poder constituyente, en que los expertos son designados y no todos serían académicos, en que algunos postulantes al Consejo parecen sacados de libros de historia y en que la ciudadanía ya no tendría interés en el proceso.

Es cierto que el diseño actual tiene algo de coreografía postraumática en el sentido que establece bordes para evitar excesos y pretensiones refundacionales conocidas en el proceso anterior. Pero esto solo deja en claro que el nuevo foro político no tendrá un poder constituyente originario como el que se arrogó la Convención, sino uno derivado del marco institucional actual. Por otro lado, las encuestas muestran que la nueva Constitución no está entre las principales preocupaciones de la ciudadanía. Sin embargo, sí está la seguridad, una garantía constitucional básica, y también temas como salud, educación y pensiones, que son el núcleo de los derechos sociales. Es decir, aunque a primera vista no se advierta, el proceso constitucional se internará en las inquietudes ciudadanas inmediatas.

Para el éxito del proceso, sin embargo, es clave que este tenga cercanía con las personas. Para ello tienen que existir mecanismos de participación tanto en el origen del orden constitucional como en su ejercicio y resultados. Esto son componentes fundamentales de la legitimidad. La legitimidad de origen apunta al proceso democrático en el cual ese orden surge. La Constitución de 1925 pudo tener baja legitimidad de origen por la intervención militar y su redacción por un grupo designado, pero en las décadas de su ejercicio se legitimó en base a una continua ampliación de derechos (voto femenino, de no videntes, de personas que no saben leer o escribir, cédula única, entre otros) y la creación de una estatalidad adecuada a la modernización de Chile. La Constitución de 1980 careció de legitimidad de origen, nunca dejó de ser ‘la Constitución de Pinochet’, y eso se impuso sobre su ejercicio y resultados hasta hoy.

Para la legitimidad de origen del proceso actual se requieren mecanismos de participación que permitan a la ciudadanía sentir que el diseño constitucional no es ajeno. El mejor momento de la Convención Constitucional fue cuando se abrió la posibilidad de presentar iniciativas populares de norma y votar por ellas. Y el peor comenzó cuando esas iniciativas se perdieron en las discusiones del pleno y nadie fue capaz de demostrar cómo y en qué medida se recogían en los artículos propuestos. La participación debe asegurarse de algún modo, así como también hay que ser claros ante la ciudadanía sobre los resultados de ella.

Para la legitimidad de ejercicio, en tanto, es preciso dejar de pensar solo en mecanismos de democracia directa como los plebiscitos. Estos pueden ser útiles a nivel local, pero su generalización a escala nacional afecta la representación democrática del sistema de partidos. Se requiere más bien de mecanismos de deliberación y coordinación social como mesas de diálogo, de negociación, foros ciudadanos o redes de política que aporten tanto a la gobernabilidad como al proceso legislativo y la implementación de políticas. Mecanismos de ese tipo hacen posible una participación descentralizada en temas de interés de cada grupo y ayudan a una legitimación incremental del orden constitucional.

Incluir tales formas de participación, tanto en el origen como en el ejercicio constitucional, no resuelve pero contribuye enormemente al compromiso de las personas con la Constitución y, con ello, a la legitimación del orden democrático. La cercanía de la ciudadanía debe asegurarse desde el inicio, de otro modo, se cobra constantemente. Un segundo fracaso ahora seguiría retrasando los cambios institucionales necesarios para enfrentar los desafíos del siglo XXI, justamente aquellos que están entre las prioridades de la ciudadanía. En tal caso sí estaríamos en un grave problema de legitimidad que daría fuerza a los impulsos autoritarios y populistas visibles desde hace algún tiempo.