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Ley de Inclusión: un duro golpe a los liceos emblemáticos

Mauricio Salgado O..

Ley de Inclusión: un duro golpe a los liceos emblemáticos

A ocho años de su promulgación, surge la pregunta de si la ley de inclusión escolar respondió efectivamente a los principios que la inspiraron.

A veces, las políticas públicas no cumplen las promesas de quienes las impulsaron debido a inconsistencias entre los principios que las guían y sus medidas prácticas. Esto es lo que ha ocurrido con la ley de inclusión escolar promulgada en 2015. La iniciativa fue el resultado de años de protestas de estudiantes que denunciaron que el sistema escolar no respondía a los principios de igualdad y justicia, sino que solo reforzaba las desigualdades económicas entre los estudiantes.

La nueva norma buscó garantizar que cada alumno tuviera acceso a una educación de calidad, independientemente de su origen social. Para lograr este objetivo, se prohibió el lucro, el copago y la selección en escuelas con financiamiento público. El entonces ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre, declaró una vez aprobada la ley que “la idea de que accedes al colegio en función de tu billetera es un experimento chilensis que no les resultó”.

Pero el experimento no sólo resultó, sino que sigue en marcha, pues la nueva normativa simuló resolver la injusticia pero con un igualitarismo selectivo: la prohibición de la selección, el copago y el lucro afectó solo a quienes estudian en colegios con aporte del Estado y no a la minoría privilegiada que puede costear la educación privada.

Lo llamativo de ese igualitarismo no es que promoviera medidas que limitan los cursos de acción de ciertos agentes, sino que estableció límites únicamente para quienes están en desventaja. Es decir, justamente lo contrario de lo que busca quien promueve la igualdad. Una inconsistencia que nadie intentó explicar.

Esta grieta entre principios y medidas no fue inocua.

Por ejemplo, la ley de inclusión significó un duro golpe para los liceos emblemáticos. Los promotores de las nuevas medidas, actuando con gran convencimiento en sus ideas, denunciaron a estos colegios por seleccionar a estudiantes de alto desempeño, descremando a otros liceos públicos. Fueron así responsabilizados por contribuir a la segregación del sistema escolar.

Pero aquellos establecimientos eran mucho más que buenas notas y altos puntajes en pruebas estandarizadas. Eran liceos con una tradición social y cultural, cuna de parte importante de la élite política e intelectual del país. Aunque finalmente se les permitió un período de transición y ciertas excepciones, varios de ellos vieron reducida sus postulaciones o perdieron su condición de excelencia debido a situaciones persistentes de violencia escolar –un autosabotaje inexplicable por parte de sus propias comunidades.

Las dificultades que acarreó la distancia entre principios y medidas en esta ley son reconocidas hoy por alcaldes de izquierda. Por ejemplo, Karina Delfino, edil de Quinta Normal y exdirigenta del movimiento pingüino del 2006, sugirió que el fin de la selección escolar fue “apresurado”. En su opinión, lo mejor habría sido esperar hasta que se mejoraran las condiciones de todos los liceos públicos.

Y ahora, a propósito de la crisis en el Liceo Augusto D’Halmar, la alcaldesa de Ñuñoa, Emilia Ríos, aseguró que es razonable que en cada comuna puedan existir colegios públicos que seleccionen a su matrícula inicial. Hay en estas declaraciones mayor responsabilidad de la que hubo cuando se discutió la ley.

Todo político debe trabajar sobre convicciones, pero no está obligado a enamorarse de ellas. El principio de realidad debiera empujarlos a un mayor pragmatismo. A ocho años de su promulgación, surge la pregunta de si la ley de inclusión escolar respondió efectivamente a los principios que la inspiraron. Es tiempo de evaluar serenamente sus efectos para determinar posibles ajustes que aseguren, ahora sí, alternativas de educación de calidad para todos los escolares, independiente de su origen socioeconómico.