El Mercurio, domingo, 20 de Noviembre de 2005.
Opinión

Libro: Atisbos Teológicos de Juan Noemí: Esperanza cristiana en tiempos de incertidumbre

Enrique Barros B..

Juan Noemí reitera la necesidad de rescatar la razón para la fe. Para ello, dice, hay que recorrer el pedregoso camino de nuestra propia historia.

Que un jurista escriba un libro de teología puede justificarse porque el derecho y la teología tienen en común que su objeto está sustancialmente dado; porque ambos descansan en una tradición: de legislación y jurisprudencia en el caso del derecho; de revelación expresada en textos sagrados, en el de la teología. No es casual que la ciencia del derecho, como la teología, sean disciplinas dogmáticas, que persiguen dar forma a la tradición. El jurista deviene un ideólogo o un político cuando desconoce su vínculo con el derecho vigente; la religión carente de forma es una superstición desprovista de sentido.

En el caso del derecho, Gadamer expresa con perfecta lucidez que la aspiración a una interpretación correcta sólo puede materializarse en la mediación del texto aceptado como válido y del presente, que se produce en el acto necesariamente histórico de comprender. Desde esta perspectiva, comprender supone interrogar la tradición a la luz de las preguntas del presente. Pero, más allá de las motivaciones que subyacen a estas preguntas, la propia tradición es asumida en las coordenadas de nuestra época, porque ya el lenguaje es histórico, de modo que el sentido no está petrificado en el tiempo.

Del mismo modo como la justicia florece y adquiere vida gracias a esta mediación, que hace posible que aún hoy institutos del derecho romano nos ayuden a resolver preguntas de nuestra economía contemporánea, la esperanza cristiana no puede ser reducida a un edificio conceptual que es mudo a las preguntas de los cristianos que creen y viven en el presente. La idea central que adopta Juan Noemí en su hermoso libro sobre la esperanza cristiana no puede ser más coincidente con esa aproximación hermenéutica, que bien puede ser tenida como condición de la posibilidad del genuino acto de comprender.

Fe y razón

La lectura de Esperanza en busca de inteligencia me ha llevado la mirada hacia otro pensador, profundamente religioso, del siglo XX. Para Wittgenstein, cercano a Agustín en esta intuición, antes de la reflexión teológica está la fe. Por eso, se puede creer sin justificación ni fundamento. No es por la razón filosófica que se llega a creer, sino al revés; porque se asume la dimensión de la fe, la razón puede desempeñar su papel iluminador.

De ahí que la fe dé lugar a un juego de lenguaje, a una manera de mirar al hombre y a la vida, que la hacen inconmensurable con otras formas de racionalidad. La razón teológica sólo puede operar una vez que se ha asumido el misterio con apasionada honestidad. Por lo mismo, la pretensión cristiana no compite con las posiciones políticas o antropológicas del mundo secular. Sin embargo, puede apelar a la inteligencia, porque, a diferencia de la superstición, como afirma el propio Wittgenstein, no se sostiene en el miedo, sino en la confianza.

He querido recordar estos dos autores, que han influido en mi propia historia intelectual, porque el libro de Juan Noemí desarrolla la esperanza en dos líneas muy fértiles. Por un lado, nos ubica en la dimensión hermenéutica planteada por nuestro tiempo histórico y, por otro, discurre acerca de la especificidad de la esperanza cristiana. En el primer sentido, nos enfrenta a los desafíos que para el espíritu religioso supone la modernidad, como forma de pensar y de vivir; en el segundo, nos lleva a discernir la esperanza cristiana como la materialidad de una promesa, que se formula en la creación, que se radicaliza en la donación irrevocable que Dios nos hace de sí mismo, en la persona de Jesucristo, y nos alienta en nuestra humanidad histórica concreta.

En el largo devenir desde la contrarreforma, la unidad de dogma, iglesia y estado terminó haciendo agua estrepitosamente en el siglo pasado. Mucho antes, la modernidad devino amenazante, precisamente por sus fuerzas contrarias a esa pretensión de certeza comprensiva y de unidad. Con su espíritu crítico, su enfoque antropocéntrico y su tendencia centrífuga respecto del poder, la forma moderna de pensar puso contra la pared esa pretensión. Los tardíos esfuerzos del S. XIX por salvar el ‘modelo’ se basaron más en el temor y en el resentimiento que en la fortaleza que pretendían expresar. El resultado conocido fue el endurecimiento formal del dogma y el aislamiento de la iglesia institucional.

En contraste, la sociedad adquirió un carácter pluralista y secular, que obtuvo su cara formal en las instituciones del constitucionalismo democrático y liberal. La estructura plural de la sociedad devino inevitablemente controversial con la aspiración fuerte de uniformidad de la iglesia institucional. Asimismo le privó de su sustento sociológico más potente, porque la fe dejó de ser culturalmente obvia y, como lo ha mostrado Peter Berger, creer pasó crecientemente a ser un acto de adhesión, más que una pertenencia natural que nunca es puesta como pregunta. A ello se agrega la resistencia de la cultura moderna, que es consustancial a esas tendencias, a todo propósito de ‘legalizar’ la conciencia, en la forma de un catálogo moral exhaustivo.

En este trasfondo, para el pensamiento religioso persiste la tentación de una fuga temporis, que supone dar vuelta la espalda a la realidad de nuestra historia (46). Por ejemplo, en la forma de un ‘eternismo fundamentalista’, que llama a encerrarse en la verdad como representación de una realidad trascendente y extramundana, arquitectónicamente perfecta e inmutable, que se opone a la realidad histórica como tiempo corrupto y perverso. La perplejidad frente a una realidad llena de tensiones valóricas tiene una antigua genealogía en el idealismo, pero en nuestra época se presenta como un camino supuestamente seguro, que conduce a las calmas aguas de la certeza.

Pero también, en contraste, esta fuga de los tiempos se produce en las formas religiosas panteístas, que no pueden dar forma a la esperanza, o del misticismo escapista, que invoca una trascendencia que está mediada por las emociones y que elude la inmanencia histórica y existencial de toda genuina experiencia religiosa.

Éstos son los contrapuntos a partir de los cuales la obra de Juan Noemí discierne acerca de la modernidad, como realidad histórica que constituye nuestras vidas, y acerca de la esperanza cristiana, como promesa que también en nuestro tiempo insufla de sentido a la existencia.

Descartada la mirada nostálgica hacia atrás, hacia la Arcadia imaginaria de la cristiandad total, ¿es la modernidad pura desesperanza? Hay signos para asumirlo. Entre modernidad y esperanza parece establecerse una contradicción insuperable: no sólo en cuanto al pensamiento predominante, sino también en el estado de ánimo. El presente omnicomprensivo vacía de sentido la esperanza. Ésta se materializa, a lo más, en las expectativas razonables de progreso material y en la calidad de vida. Sintomática resulta la manera como nuestra época ha eliminado la muerte de la conciencia (salvo como espectáculo). Y porque nada se puede esperar, más vale ignorarla; a lo más estar atento a las posibilidades de supervivencia, por algún tiempo marginal, que nos abre la técnica médica.

Ya en el diagnóstico inicial, la obra evita ceder a un diagnóstico fatalista. Siguiendo sin solución de continuidad la tradición judía, ‘la esperanza neotestamentaria se establece en tensión con el presente y apela al futuro, es una esperanza en lo que actualmente no se ve’ (25, con referencia a Romanos 8,24). Esa tradición subsiste en algunos hitos del pensamiento secular contemporáneo, especialmente en Ernst Bloch. Por otro lado, para Juan Noemí, el inmanentismo de la razón moderna no es necesariamente ramplón e irreligioso (32). Un ejemplo reciente lo ha dado Habermas en su conocido diálogo con el cardenal Ratzinger; lo que no soporta la cultura moderna es, más bien, la pretensión de dominio político y jurídico de las instituciones religiosas por sobre la razón secular y las formas de vida diversas de la sociedad civil, como inequívocamente se muestra en la crítica moderna más aguda a la iglesia como orden político, desde Voltaire.

Rescatar la razón

Por lo mismo, Juan Noemí reitera la advertencia de una obra anterior, acerca de la necesidad de rescatar la razón para la fe. Para ello establece el resguardo de no caer en lo que llama ‘un espejismo suicida’, que llevaría a ‘saltarse y evitarse las modernas condiciones de posibilidad que tiene la fe para articularse racionalmente’. En otras palabras, la fe no tiene por qué renunciar a la razón, pero el camino es el difícil y pedregoso de la modernidad que es nuestra historia (30).

Sin embargo, y esto me parece que puede pasar desapercibido en el análisis, también advierte que el logos sólo puede salvar a la razón desde adentro, esto es, desde la fe. Y me parece que es en este punto donde radica la diferencia específica del pensamiento religioso. En un mundo que no es en absoluto amoral, sino como nunca de exigente como el actual, la razón secular tiene una lógica interna que es distinta a la de la fe. Por eso, pareciera que la razón puede llevar a la fe por defecto, en la medida que uno toma conciencia de sus límites, pero difícilmente por derivación. Con razón, en mi opinión, Wittgenstein ironiza de los teólogos que pretenden hacer de la fe una pregunta científica. El fundamento del discurso teológico es la fe y, por eso, desde ella se articula la razón teológica. De este modo, la intuición hermenéutica fundamental adquiere pleno sentido: para comprender la verdad de la revelación es necesario adoptar el punto interno de la fe.

A diferencia del escepticismo de los griegos y del agnosticismo moderno, la esperanza cristiana reside en un Dios que ‘vivifica los muertos y que llama a lo que no es a que sea’ (Romanos 4,17). Nada más paradojal, a la luz de la razón secular, que la vida surja de la muerte y el ser de lo que no es. La paradójico desaparece cuando se hace el acto de confianza, la apuesta de sentido que supone la fe. Este paso hace posible que la inmanencia de la experiencia religiosa, que se produce necesariamente en nuestro tiempo, y la trascendencia de su orientación hacia Dios adquieran esa dimensión dialéctica que Juan Noemí reclama como condición del discurrir teológico.

Aunque teológicamente la fe sea una gracia, psicológicamente ha devenido una decisión, simplemente porque en la sociedad actual es tenido por posible no creer.

Por eso, al menos en algún momento de la vida todos nos encontramos enfrentados a que es posible vivir sin creer. El sinsentido de la fe a la luz de la razón secular se transforma en razonable una vez que se produce esa entrega confiada y apasionada que ella supone. Es sintomático que una obra con pensamientos de san Alberto Hurtado haya sido titulada ‘Un fuego que enciende otros fuegos’: sólo una vez que el fuego penetra el corazón, a la balanza de la inteligencia corresponde entrar a ordenar el edificio, como lo muestra la historia del propio cristianismo.

Se me renuevan estos antiguos pensamientos a propósito de la lectura de los capítulos de la obra dedicados a la especificidad de la esperanza cristiana. La tesis central de Juan Noemí es que la persona de Jesucristo antecede a cualquiera construcción dogmática de la teología. Por pétreo que sea el edificio conceptual, éste carece de sentido sin el impulso vivificante que viene dado por el acto de fe, que no tiene un sentido teórico-descriptivo, ni deriva de un listado de premisas lógicas, si no se dirige a ‘la persona de Jesús reconocido en la fe como el Cristo, como el único evangelio subsistente, como verdad que potencia la libertad del creyente’ (113).

En este contexto, uno de los más agudos capítulos del libro plantea las condiciones de credibilidad, esto es, los supuestos que hacen viable el camino de la fe, en el mundo actual. Por cierto que en una época cargada de técnica, de razón estratégica y de un discurso ético secular, la reducción del dogma a una fundamentación jurídico-formal constituye un estrechamiento de la fe cristiana que resulta particularmente asfixiante y empobrecedor. Pero, ¿qué agrega la experiencia religiosa del cristianismo, en especial en este contexto histórico, que la haga elegible o aceptable?

Me parece que con esta pregunta volvemos al punto crítico de la obra, cuando, siguiendo a Kasper, el autor afirma que el dogma debe estar abierto a la dimensión subjetiva de la fe como verdad de salvación. Ello no constituye una renuncia a su dimensión objetiva como dogma, sino simplemente supone reconocer que su condición de posibilidad objetiva radica en la aceptación de la persona de Jesús como el único subsistente y permanente evangelio de Dios (111). La primacía lógica de la fe, y del evangelio sobre el dogma, resulta así evidente a partir de las propias premisas de la experiencia religiosa.

Fe y modernidad

Finalmente, quisiera referirme brevemente a las profundas reflexiones que Juan Noemí realiza respecto de la trágica relación entre la fe y la modernidad. La iglesia ha acusado al pensamiento moderno secular de olvidar a Dios y de absolutizar el relativismo calculador; el pensamiento secular ha acusado a la iglesia de una pretensión de apropiarse del espacio público que resulta indebida en una sociedad pluralista. ¿Tiene sentido en el presente esta disputa?

La mayor trampa que lleva implícita esta discordia radica en la tremenda dificultad de pensar la historia sin condenarla, sin caer en la fuga de los tiempos, a que hacía antes referencia; en el fondo, nos dice Juan Noemí, en legitimar un concepto de modernidad que no tenga salida de la desesperanza (96).

Sin embargo, del mismo modo como el cristianismo fue una puerta de esperanza en un mundo plural, escéptico y racional, como el helénico de comienzos de nuestra era, tiene la oportunidad de ser una ventana de vida en estos tiempos. Abriendo una luz en ese camino, el autor nos pone sobre aviso de que en la tradición cristiana, como en la judía, prevalece el acontecer sobre ser (40), de modo que cualesquiera sean las dificultades, el reino de Dios es anunciado como un acontecimiento presente y futuro, porque su amor incondicionado y gratuito siempre es y será una realidad aconteciente (60).

La esperanza cristiana se expresa en el ‘ven, señor Jesús’ con que culmina el Nuevo Testamento. En la perspectiva bíblica, no hay disociación, piensa Juan Noemí, entre el futuro al interior de la historia y el futuro absoluto, porque ello supondría un desamor hacia el hombre histórico, como es cada uno de nosotros, que tiene cuerpo y vive en comunidad. Por eso, Jesucristo no fue, sino que es ahora y será por toda la eternidad (98, citando a Rhaner).

Luego de leer este precioso libro, vuelvo a pensar en que el impulso inicial de la esperanza cristiana está más cerca del discurrir poético que del discurso puramente racional. De ello se sigue que el cristianismo no es una teoría social, ni menos una doctrina política que nos permita transformar en presente lo esperado (105). Es un soplo de esperanza que produce el efecto maravilloso de cambiar a quien está abierto a recibirlo. ‘Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad y no sabemos cómo se transformará el universo’ nos dice Vaticano II. Pero contamos con la promesa poética de que Jesucristo nos acompañe en el recorrido hacia ‘un cielo nuevo y tierra nueva’, que es ‘la morada de Dios con los hombres’ (Apocalipsis 21,1-3).