Hace algún tiempo, un amigo arquitecto me dijo: “¿Sabes que fuiste profesor del Papa?”. Entonces me acordé de que a mediados de los años 60 había dos alumnos jesuitas en un curso de lectura de poetas que di en la Universidad Católica de Valparaíso. Como este Papa se ha ganado mi simpatía, pienso que podría tener unas tarjetas de presentación que debajo de mi nombre dijeran: “Profesor del Papa”.
Jorge Bergoglio, ahora Francisco, ha traído un aire ligero y refrescante no sólo a la Iglesia, sino a todo el mundo. Un Papa que dice que el cielo y el infierno son metáforas y que en vez de condenar la teología de la liberación mantiene, como su antecesor, un permanente diálogo con el teólogo Hans Kung, abre un campo que algunos pronunciamientos y actitudes de la Iglesia parecían haber desterrado.
Para casi todos quienes nos consideramos relativamente cultos y hemos perdido totalmente la fe o nos queda de ella apenas una huella reconocible, la fe alegre y clara de Francisco no nos deja indiferentes. Para algunos pensadores contemporáneos como Jean-Luc Nancy y Slavoj Zizek la proposición cristiana es insuperable, sólo que incumplible. Y aunque el mundo occidental en general está dejando o ha dejado de ser cristiano, hay quienes seguimos pensando que es posible vivir cercano a las palabras de los evangelios. El cristianismo de pompa y circunstancia nos aburre o repugna. Recordemos que el desprecio de Nietzsche al cristianismo rompe o quiere romper con lo que hay en él de resentimiento, culpa y pesantez, y lo que busca a cambio es un espíritu ligero. Por eso nos atrae o inquieta la figura del Papa Francisco. No es para nada un teólogo liberal, más bien me parece un conservador que quiere rescatar y guardar lo esencial de la buena nueva cristiana En él no encontramos condenaciones, sino comprensión. Ha puesto el acento en el amar antes que en la culpa.
La vida humana es trágica. La figura de Cristo es trágica. Pero lo que sabe Francisco con una sabiduría muy antigua -que el cristianismo comparte con la filosofía clásica- es que es posible, atravesando dolores y contradicciones, vivir bien. Y que estar en el mundo es, a pesar de todo, bueno.
La señal más segura de la sabiduría es la sencillez. La reconozco en este hijo de inmigrantes italianos, hincha de San Lorenzo de Almagro, que ha reducido las vestimentas papales al blanco y al acero, que ha preferido el blanco y el acero al carmesí y el oro. Con sus grandes bototos negros, vive fuera del Vaticano en una residencia de curas y se asoma al balcón del palacio papal para decirle a la multitud abajo reunida: “Bonasera” y “recen por mí”. La sencillez es manifestación del desapego del yo, pero suele ser comprendida sentimentalmente, y el sentimentalismo es lo más pegajosamente corrosivo de la sociedad moderna. La sencillez de Francisco no tiene nada que ver con una Teletón.
Al afirmar la primacía de la gracia sobre la culpa y celebrar el amor incondicionado a los amigos, el gran rayo de luz que arroja el cristianismo nos protege del desamparo total, pero también arroja un gran cono de sombra y engendra la amplia gama de miserias políticas e hipocresías que han hecho para muchos repugnante a la Iglesia, que es hija de su tiempo y conoce las corrupciones del tiempo. Si la conducta escandalosa de algunos clérigos y la protección que les ha dado la Iglesia explican en parte el desprestigio del cristianismo, no tocan su mensaje esencial, que una y otra vez puede ser renovado. Por lo que hemos visto, y aunque algunos que no terminan de quererlo digan que este Papa es muy mediático, Francisco sería una vuelta a la claridad cristiana.