La Tercera, 6 de septiembre de 2015
Opinión

Los desafíos de la filantropía

Leonidas Montes L..

En el verano norteamericano del año 2006 me encontraba trabajando en la Universidad George Mason y una noche, al volver a mi hotel, prendo el televisor y casualmente aparece una entrevista a Warren Buffet, Bill Gates y Melinda Gates. Buffet, el padre del legendario fondo Berkshire Hathaway, conocido en los Estados Unidos como el sabio de Omaha, recién había anunciado que donaría unos 35 mil millones de dólares a la Fundación Gates. La conversación fue distendida y fascinante. Recuerdo vívidamente cuando el entrevistador le pregunta a Buffet por qué donaba la mitad de su fortuna a Gates. La respuesta, propia de esa ética protestante anglosajona, era que simplemente quería devolverle a la sociedad algo de todo lo que había recibido. Y al ser consultado por qué le entregaba todo ese dinero a la Fundación Gates sin exigir nada a cambio, su respuesta fue simple. Dijo que lo lógico para él era confiar en quien estaba mejor preparado para invertir con el objeto de hacer un mundo mejor. A su juicio, ese era Bill Gates. Por algo, agregó con sentido del humor, Bill es más rico que yo.

Max Weber tenía un punto cuando sugería, en La Etica Protestante y el Espíritu del Capitalismo (1905), que la tradición protestante es diferente a la católica en su relación con el capitalismo. Desde los calvinistas, pasando por los presbiterianos escoceses, hasta los protestantes, la riqueza y el éxito son motivo de orgullo y admiración. La frase del Evangelio de Mateo “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de los Cielos” (Mt 19,24) tiene su peso y también impone su sombra sobre nuestra tradición católica. Aunque su interpretación es más sutil y amable de lo que parece, inspira una especie de sentimiento de culpa que difiere de la admiración por el éxito que se vive en los países anglosajones. Y que finalmente motiva a devolverle a la sociedad.

En los parques ingleses o americanos hay banquetas, financiadas por ciudadanos, que llevan una placa con el nombre de un ser querido. Ciudadanos agradecidos dejan un endowment para construir alguna sala, un hall o un teatro para una universidad. Incluso, hay hospitales y gimnasios. Y existen cátedras que financian a un profesor en un área determinada. También charlas anuales que son financiadas por algún endowment privado. De esto, en Chile, todavía sabemos muy poco. Pero está cambiando.

Chile es un país católico y austero. La mayoría de los empresarios también. Por eso existe una discreta y silenciosa filantropía sin aspavientos. Pero una cosa es dar y otra muy distinta es dar involucrándose con responsabilidad y pasión con la causa. De esto último, hay varios ejemplos que merecen reconocimiento e inspiran admiración.

Hace un par de semanas tuve la oportunidad de recorrer el Museo de Colchagua, en Santa Cruz. En esta zona, Carlos Cardoen y su familia han hecho algo tan excepcional como admirable. Al recorrer el museo uno se da cuenta de que está frente a la colección, valga la redundancia, de un verdadero coleccionista que ha dedicado su vida y gran parte de su fortuna a juntar valiosos objetos con significado histórico y sentido estético. Recorrer el museo es toda una experiencia didáctica y cultural. Por de pronto, el “Pabellón del gran rescate” preserva y celebra el rescate de los 33. Esta iniciativa, como si fuera sólo otra ironía del dicho “nadie es profeta en su tierra”, fue premiada por el diario británico The Independent.

También está la notable aventura filantrópica de la familia Schiess en el Teatro del Lago. Frutillar ya no es lo mismo gracias al trabajo y la pasión de Nicola Schiess y Uli Bader por la música. En esta misma línea, Alvaro Saieh apoya el arte y el cine con dinero y pasión. Y aunque venga de cerca, la labor de Eliodoro Matte en el CEP va mucho más allá de una simple donación. Como presidente del CEP se ha involucrado con responsabilidad y genuina pasión en un think tank que es respetado y emulado en Latinoamérica. Para qué hablar de la entrega de Patricia Matte en la histórica Sociedad de Instrucción Primaria, con sus 17 colegios y casi 20.000 alumnos. Y también hay otros casos más recientes. Por ejemplo, la creación de la Fundación para el Progreso que financia y promueve Nicolás Ibáñez junto a Doug von Appen. No todos estarán de acuerdo con el manifiesto libertario, pero hay que reconocer el trabajo y pasión detrás de esta iniciativa. Y en ciencias tenemos la Fundación Ciencia y Vida, que tanto les debe a dos grandes científicos, Pablo Valenzuela y Bernardita Méndez. O la Fundación Ciencia y Evolución, que lidera Alvaro Fischer. Y podríamos seguir. Lo curioso es que si los ejemplos sobran, el reconocimiento escasea.

¿Se imagina si todos estos casos se multiplicaran? Me atrevo a sugerir que el país cambiaría. Pero para esto deben generarse ciertas condiciones. Por de pronto, reconocer y celebrar el ejemplo que muchos están dando en este ámbito es fundamental. También habría que desdemonizar el lucro y recuperar su verdadero sentido moral. El éxito debería ser algo positivo y admirable, pero también alcanzable. En fin, más Max Weber y menos San Mateo. Por supuesto, todo esto no es fácil. Pero no es imposible.

Chile debería promover la filantropía. Es un fenómeno social necesario y conveniente. Pero el impulso a devolverle a la sociedad enfrenta trabas. Por de pronto, existe el impuesto a la donación. Y no existen incentivos para donar, algo muy común en el mundo anglosajón. Profundizar y mejorar la Ley Valdés es importante para avanzar hacia esa virtuosa beneficencia, a una sana competencia por la filantropía. El gran problema es que algunos sectores desconfían del mundo privado y de las donaciones. Sólo confían en la filantropía dirigida desde el Estado por el Estado. Alcanzar un sano y virtuoso equilibrio entre lo público y lo privado, entre el Estado y quienes quieren y pueden dar, pasa por entender que los ricos también tienen derecho a hacer el bien. Ese es el gran desafío del Philanthrocapitalism.