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Los fantasmas de Allende

Leonidas Montes L..

Los fantasmas de Allende

El Allende del Frente Amplio difiere de los otros Allendes y se asemeja a la actual administración.

A casi 50 años del golpe militar, la figura de Allende sigue siendo un complejo enigma. Fue un dios que nos guiaba por esa única e irreversible vía chilena hacia el socialismo, pero terminó como un héroe trágico que enfrentó su destino, un Prometeo cuyas cadenas todavía se arrastran. Su mitología, como realidad y ficción, está en constante evolución.

Se han derramado caudales de tinta de variados colores sobre Allende y la Unidad Popular (UP). En esas aguas turbulentas es difícil aportar algo novedoso. Daniel Mansuy, en su nuevo libro “Salvador Allende. La Izquierda chilena y la Unidad Popular”, navega sobre esos torrentes con soltura intelectual y habilidad narrativa, descubriendo las huellas de esas cadenas que todavía nos sacuden.

En la primera mitad de su libro se narra el auge y la caída de Allende, resaltando su tortuosa relación con la UP. El tránsito hacia una sociedad socialista encendió los ánimos, pero “la revolución ofrecida por Allende era demasiado institucional para los revolucionarios y demasiado revolucionaria para los institucionales” (38).

En el primer año de las “empanadas y vino tinto”, Chile creció a un 8%, la inflación bajó a 24% y el desempleo era solo del 3,8%. El mundo observaba con admiración y sorpresa el éxito del camino chileno al socialismo. Era la ruta —única y excepcional— trazada por Salvador Allende. Sin embargo, después de la extendida e incómoda visita de Fidel Castro, el panorama cambia. Vuelve la inflación, surge el desabastecimiento y se agudiza la polarización política. A solo un año de gobierno, Allende comienza “a pedalear en el aire” (81).

En octubre de 1972 estalla el paro de los camioneros, se esparce el fantasma de la guerra civil con muertos y heridos. Finalmente, el Tancazo da la señal trágica. Allende intenta sumar a las fuerzas armadas al gobierno, la Iglesia llama a “que se desarmen los espíritus y las manos” (153), es asesinado el edecán naval Arturo Araya, y Fidel Castro le escribe esa famosa carta del 29 de julio de 1973 donde o bien lo incita al suicidio o ya sabía que Allende sería otro Balmaceda. El compañero Presidente tenía “cada vez menos fichas en su poder” (136).

Aylwin insiste: “¡Usted tiene que escoger, tiene que elegir!” (172). En cierta forma implora, “como si tratara de despertar al Presidente de un peligroso sueño” (173). Allende clama desde La Moneda que no tiene “pasta de apóstol ni de mesías”. Y ese día lleva el fusil que le había regalado Fidel Castro. Solo lo acompañan los que aceptan ser carne de cañón.

Mansuy recorre, a la luz de los hechos, los mil días de Allende. Y cuando todo parece terminar, la segunda mitad del libro gira hacia las huellas del héroe trágico, hacia el legado del Allende mártir. Desentrañar el imaginario de la izquierda respecto a Allende es un complejo y osado ejercicio intelectual. Con rigurosidad, e incluso cierta humanidad, Mansuy ilumina los fantasmas de Allende que recorren y todavía torturan a la izquierda.

No quiero, como dicen los jóvenes, “spoilear” esta historia, pero el libro desmenuza los cambios que sufren Allende y su legado. Los gestos litúrgicos, recordados con la perspectiva del tiempo, son impresionantes. Y están cargados de simbolismos. Basta recordar el funeral de Estado de Aylwin o a Lagos abriendo la puerta de Morandé 80. Muchas conexiones y símiles son sorprendentes y a ratos escalofriantes. Por de pronto, el Allende del Frente Amplio difiere de los otros Allendes y se asemeja a la actual administración.

Siempre existe ese afán de pensar que la sociedad es un tablero de ajedrez donde las personas son piezas que se pueden mover al antojo. Como diría cualquier liberal, no podemos olvidar que cada una de esas piezas tiene un movimiento propio. La “persona” que es Allende, como en cualquier tragedia griega, es solo otro ejemplo de esta realidad.