Charles Clarke, ministro de Educación de Tony Blair, acuñó una frase pertinente para el debate sobre la gratuidad de la educación superior en nuestro país: «un verdadero socialista movería los recursos públicos desde la educación superior hacia los primeros años de formación».
En Chile, algunos sectores de izquierda promueven el camino contrario. Claman por educación superior universal y gratuita, financiada con un impuesto específico a la misma, postulando que se trataría de una política progresiva.
La lógica detrás es miope y técnicamente deficiente. Primero, la propuesta no analiza las consecuencias del impuesto específico en las decisiones de los educandos. ¿Cuál es la externalidad negativa que lo justifica? ¿No aumentará la segregación al promover un éxodo desde la educación superior pública a la privada? Segundo, mezcla universalidad con gratuidad, conceptos completamente distintos. Y tercero -lo que motiva esta columna-, no reconoce que la progresividad de una política depende no solo de quien la pague o beneficie, sino que también a qué otros grupos se podría haber beneficiado con los recursos utilizados.
Bajo este prisma, la gratuidad en educación superior es indiscutiblemente una política mal focalizada y regresiva. Reniega de un principio básico: que los recursos siempre tienen usos alternativos. Independientemente de cómo se recauden los miles de millones de dólares anuales que podría llegar a costar, estos recursos tendrían un uso mucho más progresivo corrigiendo las desigualdades donde se originan realmente: en los primeros años de desarrollo de los niños más vulnerables.
Así, en el fondo, quienes defienden la gratuidad denuestan la importancia de la focalización del gasto. Quizás pensarán que apelar a su carácter de «derecho social» es justificación suficiente. Lamentablemente, no es el caso. El listado de potenciales derechos sociales puede ser eterno, y en la realpolitik es necesario priorizar. ¿Por qué ignorar la focalización cuando hay miles de chilenos en situación de extrema vulnerabilidad?
En la pirotecnia tras la tesis, hay otro curioso argumento: que el pacto social sería más inestable en sociedades en que los ricos contribuyen al financiamiento de los pobres sin recibir algo a cambio (como la gratuidad para ellos mismos). ¿Implica esto, por simetría, que habría más cohesión cuando los pobres hacen una contribución neta a los ricos? Absurdo y además contradictorio con toda noción básica de solidaridad.
La «demostración» de esta entelequia estaría en una correlación positiva entre derechos universales y equidad. Amén de que correlación no implica causalidad, incluso si tal vínculo existiera, la gratuidad en educación superior no parece ser la causa. Por ejemplo, en países con financiamiento mayoritariamente privado, como Japón, Corea (la moderna) o Inglaterra, la desigualdad no es muy distinta a la de Alemania, España o Suecia, donde el criterio de financiamiento es el opuesto. ¿No será que la desigualdad tiene mucho más que ver con una educación universal, gratuita y de calidad en otros niveles?
La evidencia es clara. En Chile, el origen de la desigualdad está en los sistemas preescolar y escolar. Es allí en donde se hace imperioso destinar recursos para asegurar una educación pública de calidad que permita a nuestros niños iguales oportunidades para desarrollar sus talentos y el ejercicio de su libertad. A menos que el dinero caiga del cielo, todo esfuerzo por dar gratuidad aguas abajo va siempre en desmedro de mejorar las desigualdades de origen aguas arriba. ¿No es acaso eso regresivo?
Quizás la propuesta de gratuidad en educación superior sea la punta del iceberg de algo mucho más grande, más profundo. ¿Seguir focalizando el gasto en los que más lo necesitan o avanzar hacia un estado de bienestar que beneficie a todo el resto, incluidos los más ricos? Como ese ministro de educación inglés, estamos por lo primero.
Ignacio Briones
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Sergio Urzúa
CEP y U. de Maryland