En sus escritos, Isaiah Berlin generalmente parte destacando los aspectos positivos del pensamiento de sus adversarios intelectuales. Esto es, antes de criticarlos, resalta lo bueno. Esta forma de enfrentar las ideas parece ser una característica de muchos pensadores liberales. Los verdaderamente liberales, por supuesto. Quizá sólo es una disposición de carácter. O quién sabe si algo más profundo. Como sea, la humildad ante la complejidad de los fenómenos filosóficos, políticos y sociales es la actitud propia de un liberal. Y lo contrario es la arrogancia de quienes creen saber lo que es mejor para la sociedad. Adam Smith los llamaba hombres de sistema, aquellos que piensan que la sociedad es un tablero de ajedrez sobre el cual pueden mover las piezas a su antojo.
En el gobierno de la Nueva Mayoría esta actitud ha quedado de manifiesto en algunos detalles. Se llama al diálogo, pero es sólo para escuchar. Se discuten las reformas, pero no con aquellos que quieren entorpecerlas. En definitiva, se intenta imponer una forma de ver las cosas sin importar otras posiciones. Basta ver la desafortunada publicidad de Hacienda para instruirnos en la reforma tributaria. Tienen la mayoría parlamentaria, es cierto. Pero esa mayoría parece conducirlos a la soberbia propia de quienes se creen los garantes y dueños de la soberanía popular. O, lo que es peor, de la verdad. Tal vez son víctimas de una especie de ceguera o borrachera de poder. Si hasta Ottone, un liberal de izquierda, se refirió a la “manga de ignorantes”.
Pero en nuestra colorida fauna de izquierda ha resurgido una especie que algunos imaginábamos obsoleta o en extinción. Con un discurso populista, sólo critican lo que se ha hecho en Chile en los últimos 30 años. Algunos progresistas de izquierda —como si el progreso tuviera algo que ver con sus ideas— se han convertido en los críticos de la Concertación. Provistos de esa arrogancia y premunidos de un discurso sesentero, quieren salir del clóset concertacionista para promover una Nueva Mayoría Popular.
La primera señal —mucho más potente y efectiva que la picota de “El Otro Modelo”— fue la retroexcavadora del senador Quintana. Un acierto periodístico, qué duda cabe. A partir de entonces los arrepentidos del modelo neoliberal de la Concertación no han parado. Si la prudencia, el diálogo y la gradualidad fueron claves para el éxito de la Concertación y el progreso de Chile, este grupo sólo quiere cambios ahora y a como dé lugar. Víctimas de un sentimiento de culpa, se arrepienten de lo que hicieron. Contritos e iluminados por la imagen del Hombre Nuevo y la utopía de una sociedad igualitaria, quieren borrar con el codo lo que la Concertación construyó.
Bajo un dogmático sueño igualitario, pretenden acabar con la selección. Incluso el Instituto Nacional, un emblema y orgullo de la república, dejará de ser lo que fue. Ya no hay espacio para seleccionar a los mejores. A lo más, habrá concurso. Qué importa el mérito. Cara o sello. O tómbola. Tampoco importa que la educación subvencionada tenga una larga historia en Chile, pues el senador Letelier ya nos ilustró: nuestra educación es una herencia neoliberal. Así de simple.
A los cómplices pasivos de la Concertación, siguiendo a Gramsci, les gusta hablar de la hegemonía neoliberal (o la hegemonía del mercado, de la economía o incluso de los Chicago Boys). Pero como ellos creen saber lo que es mejor para la sociedad, pretenden imponer una nueva hegemonía. Proponen la hegemonía de lo público. Y como hasta el ministro de Educación, un PhD (c) en Economía de la Universidad de Harvard, confunde lo público con lo estatal, todo parece anticipar una nueva hegemonía estatal.
Guido Girardi, ese hábil gato con más de siete vidas, prefiere hablar de una hegemonía ciudadana. Es un giro inteligente. La ciudadanía y la calle no pueden esperar, insiste. Tampoco él, podríamos agregar. Porque si no se cumplen las promesas, nos recordó con un suave tono amenazante, la ciudadanía tendrá que salir a la calle. El paladín de las malas prácticas, con astucia y sentido político, dejó lanzado su dardo. En fin, si Allende tuvo que lidiar con los que querían avanzar sin transar, Bachelet podría enfrentar un riesgo similar en sus filas. Los más radicales podrían convertirse en su gran dolor de cabeza.