El Mercurio, 10/4/2011
Opinión

Los plazos en política

Harald Beyer.

«Una semana es mucho tiempo en política», solía sostener Harold Wilson, el destacado político británico y Primer Ministro en la década de los 60 y 70. Era un reconocimiento de la volatilidad que envuelve la política. Se puede pasar en un instante de estar en la cresta de la ola a ser revolcado por ella. Una parte importante de la actividad política consiste en evitar ese segundo evento y si ocurre -porque incluso el surfista más avezado experimenta esa situación-, salir rápidamente a flote para recuperar la posición perdida. Si este ejercicio se hace con destreza, tarde o temprano se pueden dominar razonablemente bien las olas y los malos ratos comienzan a hacerse menos frecuentes o cuando suceden pueden comenzar a hacerse menos notorios. La frase parece simple, pero puede servir de importante consejo estratégico a un gobierno.

Por cierto, la política es un ejercicio colectivo y, por tanto, son diversas las situaciones en que arriba de la tabla se debe lidiar con varios actores, fenómeno que indudablemente hace aún más difícil el control de las olas. De esta realidad, se puede derivar una interpretación adicional de la afirmación de Wilson. En política, las decisiones deben tomarse con rapidez. Si ellas se demoran en demasía, más son los actores que hay que subir a la tabla y menos probable es que se recupere con presteza la posición pérdida. Incluso si ello hiere susceptibilidades de aliados políticos. Ellas se pueden reparar o si quedan heridas sin sanar, siempre puede apelarse a la interpretación original del otrora ocupante de Downing Street 10.

El episodio que vivió el Gobierno a propósito del » affaire Van Rysselberghe» sugiere no olvidar que en política una semana es un plazo muy largo en las dos acepciones planteadas. Las complicaciones generadas por este episodio y su duración resultan difíciles de entender, sobre todo si concluyó con la renuncia de la intendenta, el camino que parecía más razonable seguir desde el primer momento. Seguramente habría creado tensiones, pero nada que no pudiese superarse en una semana o quizás dos. Las actuales demorarán mucho tiempo en flexibilizarse. Incluso aceptando que hay vínculos humanos que se han establecido -después de todo la política no sólo está compuesta de cálculos estratégicos-, las últimas semanas serán un ejercicio difícil de entender en la historia de la política chilena.

Paradójicamente, mientras todo esto ocurría, el Gobierno, como si funcionase con dos hemisferios sin interconexiones, ha comenzado a articular y ordenar sus prioridades. No cabe duda de que el arte de gobernar supone definir una agenda clara, precisa y acotada. Que ello esté ocurriendo es quizás el mejor indicador de que el Gobierno ha logrado superar el vértigo que le producían las encuestas. Parece haberse convencido de que, más allá de los atributos personales del Presidente y sus ministros y el alza o baja de sus popularidades, la mejor forma de empatizar con el electorado es concentrarse en desarrollar un programa que representa sus convicciones y que se cree está bien diseñado y responde adecuadamente a los intereses ciudadanos. Esa decisión también ayuda a la oposición, que tendrá ahora que organizar sus visiones respecto de este programa, planteando fundadamente sus objeciones y proponiendo los perfeccionamientos que estime necesarios. Es la política que la ciudadanía quiere ver y que tiene más posibilidades de florecer cuando se toma en consideración la expresión de Harold Wilson.