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Política

Los problemas de la democracia se resuelven con más democracia

Juan Luis Ossa S..

Los problemas de la democracia se resuelven con más democracia

La ciudadanía ya expresó su voluntad de cambiar la Carta Fundamental, y ese mandato hay que respetarlo a raja tabla. ¿Cómo salir del atolladero? Preguntándole a esa misma ciudadanía qué órgano quisiera que redactara la nueva propuesta de Constitución.

No es necesario ser abogado para conocer y entender las reglas del proceso constituyente en curso y cuáles son sus efectos inmediatos.

Hagamos un pequeño recuento: en el “Acuerdo” del 15 de noviembre de 2019 (que luego fue afinado por la Mesa Técnica que redactó la reforma constitucional correspondiente) se definió el itinerario que debía conducirnos a la redacción de una nueva Carta Fundamental. Se diseñaron etapas consecutivas: plebiscito de entrada, elección de convencionales, trabajo de la Convención y plebiscito de salida. De ellas, solo queda cumplir con la última, cuestión que haremos al votar a favor o en contra del texto de la Convención.

Es decir, jurídicamente es obvio que el proceso tiene un marco temporal con un comienzo y un final conocidos. De hecho, los artículos de la Constitución vigente que definen dicho itinerario señalan las fechas y plazos que la ciudadanía ha debido cumplir para que la discusión constitucional no se quede en letra muerta: el inciso final del artículo 130 dice que la elección de los convencionales se deberá realizar el 15 y 16 de mayo de 2021, mientras que el inciso segundo del 143 establece que el plebiscito de salida se celebrará el 4 de septiembre de 2022.

La discusión, por tanto, no es tanto jurídica como política. ¿Qué ocurriría si gana el Rechazo? ¿Se acaba el proceso y volvemos a la Constitución que actualmente nos rige? El artículo 142 señala que, en caso de que la ciudadanía rechazara lo obrado por el órgano constituyente, “continuará vigente la presente Constitución”. La realidad política, sin embargo, se ha encargado de contradecir la norma jurídica, y a estas alturas hay un consenso extendido de que, sin importar el resultado del referéndum, el país requiere y necesita un nuevo pacto constitucional. Así fue ratificado en octubre de 2020, cuando cerca del 80% del electorado votó a favor de cambiar la Constitución.

Ahora bien, la política y los políticos no se mandan solos; de hecho, cada cierto tiempo es indispensable ponerles reglas para que respondan institucionalmente a las demandas de las grandes mayorías. Es lo que debiera ocurrir en las semanas que vienen para que, ojalá lo antes posible, la política defina el nuevo calendario que se habría de implementar de no aprobarse el texto que está en discusión. La ciudadanía merece tener certezas respecto al qué, al cómo y al cuándo.

Todas esas preguntas pueden ser agrupadas, a su vez, en una interrogante más grande: ¿es obligación repetir las mismas reglas que hemos utilizado hasta ahora?  Nuevamente habría que diferenciar entre el plano jurídico y el político. Algunos abogados dirían que efectivamente estamos amarrados a una suerte de “eterno retorno” en el que las reglas del proceso constituyente que está por concluir serían algo así como permanentes. No cabría, en otras palabras, más que repetirlas hasta tener una nueva Constitución.

El problema con esa interpretación jurídica es que confunde objetivos con medios; propósitos con herramientas. Es cierto que un futuro acuerdo podría considerar conveniente utilizar el procedimiento que ya hemos conocido, pero también cabe la posibilidad de que la política y la ciudadanía digan otra cosa. En efecto, se equivocan quienes sostienen que estamos jurídicamente forzados a replicar el método probado en la Convención, ya que en realidad la continuación del proceso pasa por una reforma constitucional consensuada entre el Ejecutivo y el Legislativo, con la consecuente negociación política de las reglas que tendrían que emplearse.

Existe, entonces, la urgencia de contar con un mecanismo transparente y transversal que mantenga la puerta abierta para continuar la deliberación constituyente. De eso no hay duda. Donde sí caben dudas es en la estrategia para conseguir un mecanismo que sea, al mismo tiempo, realizable y legítimo. Y ya que no hay mayor legitimidad que la que entrega el voto popular, parece razonable dar a los votantes -mediante un plebiscito o una consulta- la responsabilidad de elegir qué cuerpo u órgano debería redactar la Constitución.

Por supuesto, un nuevo referéndum conllevaría costos políticos, económicos y emocionales. A estas alturas, no obstante, saltarse a la ciudadanía sería contradictorio con todo lo que hemos avanzado en términos de participación democrática, por lo que no veo espacio para que, por ejemplo, el gobierno (que es el que menos interés tiene en hablar de estas cosas por temor a “hacerle el juego al Rechazo”) no tome conciencia de la importancia de contar con un mecanismo legitimado por los mismos ciudadanos a los que la Constitución está llamada a representar. Como dirían algunos teóricos (muchas veces citados por los propios círculos de La Moneda), “los problemas de la democracia se resuelven con más democracia”.

Así las cosas, estamos ante un dilema que demanda, en primer lugar, una lectura jurídica de las reglas que han funcionado los últimos dos años. Aquí, se debe zanjar si las normas que fueron usadas para elegir a los convencionales son automáticamente replicables en la eventualidad de que el proceso constituyente tuviera que continuar con posterioridad a septiembre. A mi entender, y siguiendo lo más fielmente posible el texto constitucional vigente, la respuesta es “no”.

Por otro lado, y más importante, debemos hacer una lectura política de la realidad, y preguntarnos si acaso es posible volver a fojas cero y quedarnos para siempre con la Constitución que nos rige. Otra vez, la respuesta es “no”: la ciudadanía ya expresó su voluntad de cambiar la Carta Fundamental, y ese mandato hay que respetarlo a raja tabla. ¿Cómo salir del atolladero? Preguntándole a esa misma ciudadanía qué órgano quisiera que redactara la nueva propuesta de Constitución. Un nuevo plebiscito de entrada parece, a estas alturas, el mejor aliado de la democracia.