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Opinión

La igualdad ante la ley

Juan Luis Ossa S..

La igualdad ante la ley

Pasamos, pues, de una demanda justa por lograr el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios a una constitucionalización injusta de sus aparentes derechos.

Uno de los principales cambios introducidos por la modernidad fue la inclusión constitucional de la igualdad ante la ley. Sin esa declaración, las sociedades occidentales habrían continuado dependiendo de la voluntad de los regímenes absolutistas, al tiempo que la creación de la ciudadanía se habría anquilosado irremediablemente. Establecer que todos los ciudadanos son iguales ante la ley fue tan revolucionario como declarar que la soberanía reside en la “nación”, y no en un rey o familia determinada.

Por supuesto, llevar dicha noción a la práctica no fue nada fácil y, de hecho, en buena parte de las Américas la norma no fue realmente efectiva hasta que a las mujeres les fue permitido votar (en Chile ello ocurrió recién en la década de 1930 para las elecciones municipales, y en la de 1950 para las presidenciales). Que eso haya sido así no le quita, sin embargo, mérito a lo que hay detrás del enunciado: en las repúblicas democráticas no debe haber grupos privilegiados que pongan a unos por sobre otros.

Mucho de este espíritu igualitario se encuentra en el “Acuerdo” del 15 de noviembre de 2019, cuando la crisis provocada por el estallido social fue encauzada a través de un proceso constituyente participativo e inclusivo. De las distintas demandas que allí surgieron sobresalen dos: 1) una mayor participación de las regiones en la toma de decisión; y 2) una distribución equitativa de los derechos fundamentales. Me temo que en ambos casos los convencionales quedaron al debe.

Ya he dicho algo sobre el primer punto en otras columnas, por lo que aquí es suficiente señalar que, de vencer el “Apruebo” en el plebiscito de septiembre, la “Cámara de las Regiones” tendría prerrogativas mucho menores que las que en la actualidad tiene el Senado. Lo segundo, en tanto, dice relación con los privilegios y beneficios que, de manera exagerada, recibirían los pueblos originarios por el sólo hecho de formar parte de lo que el borrador constitucional ha denominado como “naciones indígenas preexistentes”.

Más allá de los problemas interpretativos de una frase tan vaga como la citada, es innegable que el texto quiere hacernos creer que en el Chile del siglo XXI hay etnias o sectores más privilegiados que otros; es decir, que la promesa de la modernidad ya no es tal y que, de ahora en adelante, el 88% de la población deberá someterse a los dictados del 12% que dice ser indígena. ¿Exagero? Juzgue usted a partir de algunos ejemplos.

El borrador sostiene que, “en virtud de su libre determinación”, los pueblos originarios tienen derecho “a la autonomía y al autogobierno”. En al ámbito de la educación, los privilegios se aprecian en el artículo que les permite “desarrollar sus propios establecimientos e instituciones” educacionales, un derecho que no quedó debidamente constitucionalizado para el resto de la población. A la hora de impartir justicia, en tanto, el Estado debe “reconocer” los “sistemas jurídicos de los pueblos indígenas”, lo que genera una gran incertidumbre considerando que no tienen sistemas legales escritos y que, por ende, no sabemos cuáles serán las leyes y costumbres que se usarán en cada caso.

Pasamos, pues, de una demanda justa por lograr el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios a una constitucionalización injusta de sus aparentes derechos. Y todo ello en desmedro de los millones de chilenos y chilenas que buscaban que se respetara uno de los principios más antiguos de nuestra convivencia política: la igualdad ante la ley. La desilusión es evidente.