Es difícil pensar que las agrias disputas de los últimos meses al interior de la Alianza por Chile tengan un efecto electoral significativo sobre esta coalición.
En todos los países los impactos electorales de los conflictos políticos son habitualmente sobrestimados por las elites. Ello ocurre porque éstas identifican o creen identificar las fuentes de esos conflictos y son, por tanto, capaces de atribuir responsabilidades en los conflictos que cada cierto tiempo remueven a las diversas colectividades o bloques políticos. Pero esas atribuciones no necesariamente “chorrean” a la población. Para que los eventos políticos tengan capacidad de influir al electorado en una dirección específica este tiene que poder atribuirle ese evento a un grupo político en cuestión. Si no hay atribución en política los sucesos que nos parecen definitivos para la suerte de un partido o personero político no mueven un ápice el apoyo ciudadano a ese partido o personero político.
En este sentido es difícil pensar que las agrias disputas de los últimos meses al interior de la Alianza por Chile tengan un efecto electoral significativo sobre esta coalición. La población no percibe que los conflictos políticos sean patrimonio de un sector en particular y más bien parece tener la convicción de que éstos son una característica de nuestros bloques políticos. Que no es fácil atribuirle a un sector político específico una conducta particular lo vivimos en el caso MOP-Gate. Cuando muchos analistas veían un derrumbe definitivo de la Concertación y una caída estrepitosa de la popularidad del presidente Lagos los ciudadanos nos informaron a través de diversas encuestas que ambas predicciones habían errado completamente. Las conductas ilegítimas o ilegales que en ese caso intentaron atribuirse a la Concertación eran en opinión de la población sólo evidencia de comportamientos incorrectos de todos los sectores políticos. En estas circunstancias estos eventos se neutralizan electoralmente y a lo más tienen la capacidad de producir en la población una desafección mayor respecto de la política.
Por cierto lo dicho no supone que no hay que hacer nada cuando afloran estas situaciones políticas. La prolongación indefinida de los conflictos políticos termina en algún momento poniendo en riesgo el caudal electoral de la coalición más afectada por dichos eventos. Lidiar con ellos no es una tarea fácil. La solución se enfrenta, por una parte, a sistemas electorales que incentivan el bipartidismo. Por otra, al tradicional pluralismo que ha caracterizado a la política chilena que en este esquema bipartidista es extremadamente difícil de canalizar. Surge, de manera inevitable, la impresión de que al país le faltan instituciones políticas para lidiar con este escenario. La natural disputa entre las distintas sensibilidades para representar a su coalición en las múltiples elecciones no puede seguir zanjándose en reuniones de dirigentes que cada vez terminan con más “heridos”. Una de las instituciones útiles para estos efectos es la primaria, que deja en manos de los ciudadanos afines a la coalición la decisión sobre los candidatos que representarán sus sensibilidades. Esta solución es más transparente y deja menos afectados en el camino.
En ausencia de esta u otras instituciones la demanda por un liderazgo que resuelva los conflictos se hace inevitable. Sin embargo, el débil marco institucional que caracteriza a la política chilena no le entrega al líder político instrumentos efectivos para disciplinar a los partidos que conforman su base de apoyo. Las opciones son muy restringidas y difícilmente se puede hacer más que tirar el mantel de la mesa. Hemos sido testigos de esto en las últimas semanas. En un acto de, lo que podríamos denominar, neo-caudillismo Joaquín Lavín ha concentrado en torno a su figura el poder político de la derecha. Ha instalado un “directorio” que resolverá no sólo su programa electoral y las estrategias de campaña sino que también las candidaturas del sector.
Todo sugiere que en esta “corporación” los partidos pasan a ser “accionistas minoritarios”. Sin lugar a dudas, seguirán manteniendo una gravitación significativa porque los candidatos provienen en su gran mayoría de los partidos. Pero claramente dejaron de ser ellos los que llevan la pelota. Esta queda en manos de la nueva estructura, revirtiéndose así la creciente influencia de los partidos de derecha en la agenda pública, situación que ciertamente se alejaba de la tradicional subordinación de los partidos a las fuerzas independientes de esta corriente de pensamiento, pero que hasta aquí parecía estar consolidándose. La UDI es el partido que hasta ahora parece haber encarado mejor esa incipiente tendencia. En este sentido, el principal perdedor en esta vorágine de las últimas semanas puede haber sido Pablo Longueira. La caída de Sebastián Piñera, si bien ha sido un golpe para una sensibilidad importante en la derecha y ha dañado las confianzas personales entre Lavín y algunos sectores de RN, no trunca un proyecto político particular. En cambio, un aspecto central en el proyecto político de Longueira apuntaba a romper la atávica distancia que separaba al mundo de la derecha de los partidos y a concentrar en éstos la deliberación política. En gran medida lo había logrado. Sin embargo, los acontecimientos de la última semana han dejado muy lastimado ese proyecto. En el corto y mediano plazo quedará definitivamente subordinado a las actuaciones de la nueva corporación.