El Mercurio, 17 de junio de 2018
Opinión

Lucrecia Martel

Ernesto Ayala M..

Puesto a decirlo en simple, Lucrecia Martel es uno de los directores indispensables del cine contemporáneo. Ahora, es más fácil decirlo que justificarlo, pero lo intentaremos.

Puesto a decirlo en simple, Lucrecia Martel es uno de los directores indispensables del cine contemporáneo. Ahora, es más fácil decirlo que justificarlo, pero lo intentaremos.

En el Centro de Estudios Públicos acabamos de terminar un ciclo -donde, lo transparento, fui uno de los organizadores- en que revisamos los tres primeros largometrajes de Martel: «La ciénaga» (2001); «La niña santa» (2004) y «La mujer sin cabeza» (2008), cada uno comentado respectivamente por la antropóloga Sonia Montecino, el escritor Daniel Villalobos y la cineasta Maite Alberdi. Lo que apunto a continuación tiene muchas deudas con sus agudas observaciones, así como con las finas observaciones que nacieron del público presente:

-El cine de Martel es ambiguo en su trama y en sus imágenes, lo que significa que es un cine que admite lecturas simultáneas, que se contradicen o se complementan, algo que, en buena parte de los casos, está explícitamente diseñado por la directora. Esto lo hace especialmente rico para las conversaciones grupales y, por supuesto, disquisiciones de la crítica. «La ciénaga», por ejemplo, admite al mismo tiempo lecturas cristológicas y conexiones con Cortázar, Donoso y esas historias de clanes familiares en derrumbe. «La niña santa» contiene una historia de acoso sexual, que bien puede leerse también como un despertar sexual que termina invirtiendo los papeles de acosado y acosador. «La mujer sin cabeza» puede leerse como una enorme alucinación postraumática y, a la vez, como el ocultamiento de un crimen.

-El cine de Martel sumerge al espectador en sus imágenes. No me refiero solo a la omnipresencia del agua en sus películas, donde hay canales, ríos, piscinas, termas, duchas y mucha lluvia, aguas que actúan como sepulturas pero también como úteros. Sus películas sumergen porque se sienten como baños del mundo que retratan. Hay en sus imágenes una textura y una sensualidad muy intensas, donde las múltiples capas de acción propias de su cine tienen un correlato en la composición y el montaje, donde los planos transmiten también múltiples impresiones. No es casual el cuidado exquisito con que utiliza el sonido, una particular obsesión de Martel, porque justamente atiende a un sentido -el oído- que no podemos cerrar (a diferencia de los ojos). El sonido siempre te empapa.

-El cine de Martel exige un espectador muy activo. Guionista de sus propias cintas, es extremadamente inteligente, precisa y contenida para entregar la información de lo que está sucediendo. Esta solo se revela mediante mecanismos aparentemente naturales, cuidadosamente realistas. Ello mantiene encendida la curiosidad en el espectador y lo obliga a estar muy atento a lo que pasa delante de sus ojos, a los detalles.

-El cine de Martel está, por todo esto, en las antípodas de las series, tan en boga hoy, y no es raro que en sus últimas entrevistas insista en cuánto le molesta esta moda. En las series, la trama y las imágenes son explícitas, claras y fácilmente asimilables. Están hechas para capturar la atención del espectador distraído e incentivar el consumo de sí mismas. El relato es extremadamente conservador en sus recursos narrativos y en su retórica. Es un retroceso respecto a lo que el cine, piedra a piedra, ha avanzado en sus formas narrativas desde la Nouvelle vague, a fines de los cincuenta. Martel, en cambio, sin ser abstracta, experimental, ni fríamente cerebral, es definitivamente avant-garde. «La ciénaga» tiene ya 17 años y, vista hoy, parece recién hecha por alguien que está pensando en el cine del futuro.