Alguna vez un ex presidente del Banco Central, Roberto Zahler, describió las expectativas de los agentes económicos como «maniaco-depresivas» a propósito de sus interpretaciones de los vaivenes que afectaban la actividad productiva . Pareciera que debe extenderse este calificativo a los agentes políticos.
La coyuntura política, no cabe duda, es compleja. Son diversas las razones para ello. Muchas de alcance muy limitado. Otras, el resultado de errores del Gobierno. Particularmente, su deficiente manejo de las expectativas que le ha significado a una parte de la población sentir que sufrió un aterrizaje forzoso. Tampoco su manejo de los conflictos ha sido alentador. Por supuesto, la oposición tampoco ha estado a la altura.
En este clima hay desafección y preocupación por el desarrollo de los acontecimientos en la esfera pública. La población asiste con distancia y desconcierto a este espectáculo. Sobre todo, porque en la esfera privada hay satisfacción. Así, es fácil seguir con un leve grado de desprecio a las autoridades políticas del país.
Pero esta visión tampoco es definitiva. Estos sentimientos, como lo prueban las más variadas experiencias, se modifican y sufren ciclos que, antes que se alcance a elaborar una buena explicación de qué factores los originaron, se debilitan y desaparecen. Por tanto, los agentes políticos deben mirar con alguna pizca de escepticismo estas situaciones.
Sin embargo, no es la actitud que se observa. De repente, todo lo que se ha hecho en Chile en las últimas décadas requiere cambios drásticos. Algo no cuadra. Sobre todo si hasta hace poco se nos destacaba en diversos foros como ejemplo.
Así, no es raro que los extranjeros asistan sorprendidos a este fenómeno. No tanto por las movilizaciones, algo que es habitual en sus propias naciones. Más bien les llama la atención esa reacción, relativamente generalizada, de los actores políticos que desconocen las bondades de lo hecho.
Las instituciones tienen que cambiar y adaptarse a nuevas realidades, pero cambios drásticos no parecen sensatos. Como tampoco parece serlo apelar a plebiscitos para resolver asuntos que son complejos. Esa posición no es temor a la democracia, sino que reconocer que para la supervivencia de ésta es indispensable que los asuntos se resuelvan en las instancias que la democracia se ha dado para estos efectos.
Puedo estar equivocado, pero no recuerdo una democracia europea o anglosajona en que los asuntos educativos se hayan resuelto por la vía del plebiscito y que sean los propios representantes de la población quienes aspiren a zanjar a través de esta vía las diferencias de opinión.
En este cuadro no es raro, entonces, que los propios estudiantes movilizados y los actores que los acompañan no hayan podido percatarse de que, en gran medida, triunfaron y quieran defender una imposición unilateral de su agenda, apelando a ese clisé tan habitual de que ella refleja lo que quiere la ciudadanía.
Hay algo del fatalismo de la izquierda latinoamericana en esta actitud, tan bien encarnado por el Che Guevara, donde finalmente el único resultado aceptable es aquel que produce una sensación de derrota, pérdida o desencanto. Más temprano que tarde los conflictos perderán intensidad y el diálogo se canalizará a través de los cauces institucionales. Difícilmente podría ser de otro modo, y, claro, los cambios no dejarán a todos satisfechos.
Pero no es esa la tarea de la democracia, sino resolver nuestras diferencias a través de procedimientos que nos den garantías razonables a todos. En cualquier caso, el pesimismo con el que se ha enfrentado este momento y las voces que apelan a que hay que cambiarlo todo sugieren que en la política, al igual que en la esfera económica, actuamos como maniaco-depresivos.