El Ministerio de Educación ha anunciado que este año una de sus prioridades será la educación preescolar. Es pertinente que ello sea así, porque ésta puede ser un ingrediente insustituible en el aseguramiento de una mayor igualdad de oportunidades. Muy temprano, antes de los tres años de edad, se observan diferencias muy significativas en habilidades cognitivas y no cognitivas de nuestros niños. Estas diferencias se correlacionan, en promedio, positivamente con el nivel socioeconómico y cultural de sus hogares de proveniencia. Una vez que éstas comienzan a manifestarse, las posibilidades de revertirlas más adelante en el proceso educativo son muy difíciles, toda vez que la adquisición y formación de habilidades presentes y futuras es función, entre otros aspectos, de las habilidades previamente asimiladas. Si se considera que, de acuerdo a la encuesta Casen 2009, la cobertura preescolar en el 40 por ciento más pobre es de 37 y 62 por ciento a los tres y cuatro años, respectivamente, se puede apreciar que los desafíos de cobertura son aún significativos.
La conveniencia de avanzar en este ámbito se respalda en la evidencia comparada que sugiere que una buena educación preescolar puede tener efectos perdurables sobre las habilidades de los niños más desaventajados, particularmente las no cognitivas. La evidencia es menos decidora respecto de las cognitivas. Pero como las primeras parecen ser tanto o más importantes que las segundas para el desarrollo personal, la posibilidad de cursar dicha educación, respecto de los niños que no lo hacen, mejora, entre otras dimensiones, sus logros educativos y sus oportunidades laborales futuras de modo significativo. Estos beneficios superarían largamente los costos de educar con calidad a esos niños; es decir, el retorno social de esta política es positivo.
Ahora bien, debe tenerse en cuenta que no todas las experiencias de educación preescolar han resultado bien evaluadas y, por tanto, es crucial su diseño, particularmente la calidad entregada, que a su vez está muy influida por las habilidades de las personas encargadas del cuidado y educación de estos niños y las actividades concretas que se realizan en estos programas. Por eso que el ministerio está en lo correcto al apuntar no sólo a la cobertura, sino en aspirar a lograr buenos programas. En la actualidad, no es evidente que los estándares en muchos de éstos sean aquellos a los que el país debería aspirar. Más bien, los antecedentes recogidos a través de diversos instrumentos -prueba Inicia y encuesta longitudinal de la primera infancia, entre otros- sugieren que estos son deficientes.
También debe considerarse que la evidencia que apunta a destacar los potenciales impactos de la educación preescolar se remite principalmente a programas muy pequeños, a veces con menos de 100 niños, de modo que no es trivial la extensión exitosa de estos a toda una cohorte de infantes, particularmente de aquellos que son más vulnerables. En el caso de nuestro país, esta tarea es especialmente compleja por varias razones. Por una parte, la oferta es de naturaleza muy distinta, en muchos casos con dependencias muy difusas. Por otra, y quizás este sea el principal problema, la institucionalidad superior que debería conducir este proceso no es la más adecuada. Hay que recordar que existen dos instituciones, Junji y la Fundación Integra, que mezclan funciones de diseño de políticas, provisión y supervisión de la educación superior, arreglo que no es precisamente el más conveniente desde el punto de vista de asegurar una efectiva implementación de las políticas públicas. Se requiere una clara separación de estas tareas. A esto se agrega una división de educación preescolar del Ministerio de Educación que, en estricto rigor, funciona de modo paralelo a estas instancias y que se relaciona con el hecho de que la educación escolar ha crecido, al menos parcialmente, hacia el ámbito preescolar. La coordinación entre estas tres instancias deja mucho que desear.
Esta realidad institucional no parece la más apropiada para atender las complejidades asociadas a aumentar la cobertura de la educación preescolar, asegurar niveles razonables de excelencia de esa educación y definir el financiamiento apropiado para lograr estos propósitos, entre los principales desafíos. Hasta ahora se ha esquivado una indispensable reforma en este ámbito, en parte porque hay poca conciencia de la importancia que juegan instituciones apropiadas en la buena marcha de las políticas públicas. Pero si realmente se quiere asegurar una educación preescolar de calidad, los esfuerzos no pueden soslayar una transformación de la actual institucionalidad.