El Mercurio, 11/9/2009
Opinión

McEwan en Chile

David Gallagher.

Impactante el poder de convocatoria de la Fundación Ciencia y Evolución, que recién celebró uno de los congresos neo-darwinistas más notables que se han dado en el mundo. Entre los eminentes científicos reunidos había un gran novelista, el inglés Ian McEwan. ¿Qué hacía él allí?

McEwan empezó a leer a Darwin hacia 1980, tras haber pasado por una etapa de búsqueda espiritual un tanto esotérica, en que de vez en cuando contemplaba el mundo desde la cumbre de una montaña, con algo de mescalina en el cuerpo. Darwin y sus seguidores actuales lo llevaron por una senda más racionalista.

El “racionalismo” de Darwin y los neo-darwinistas es, desde luego, relativo, y es fácil entender por qué es interesante para un novelista. Según Darwin, nacemos con una naturaleza ampliamente configurada. Algunos de sus atributos son universales, otros individuales. En ambos casos, son anteriores a las influencias que tienen sobre nosotros el entorno, la cultura, la educación. Nada más estimulante, para un novelista, que identificar y dimensionar los atributos con que nacemos, y distinguirlos de aquellos que aprendemos. También, consta-tar cómo el repertorio de emociones instintivas que heredamos —temor, rabia, felicidad, celos, confianza, desconfianza— nos ha servido, des-de la época en que oficiábamos de recolectores o cazadores, para reaccionar con eficacia ante los desafíos de nuestro entorno. Sin estas emociones, sin el filtro que le aplican a nuestros infinitos razonamientos, apenas podríamos pensar. Claro que la influencia de la emoción en el pensamiento fue descubierta por narradores y novelistas, milenios antes que los neo-darwinistas, por lo que uno se pregunta qué tanto éstos le ayudan a McEwan en su labor de novelista. Su gran capacidad para penetrar al corazón humano no necesita pruebas de laboratorio. Sin embargo, hay mucho valor en la forma en que él le tiende un puente literario a la ciencia, y en que incorpora sus lecturas científicas a sus novelas, siempre con sutileza y humor.

En “Amor perdurable” (1997), hay una magnífica escena en que seis hombres, que no se conocen, sujetan un globo en cuya canasta está atrapado un niño. Una devastadora ráfaga de viento eleva el globo, y los seis hombres quedan colgados en el aire. Si ninguno suelta su cordel, el globo volverá a tierra, pero si uno lo suelta, todos estarán en peligro. Cada uno tiene, entonces, que recurrir a la teoría de juego, para adivinar qué van a hacer los demás. ¿Predominará el instinto solidario o el instinto egoísta?

McEwan, cabe decirlo, no es un Borges; no es un ilustrador de dilemas filosóficos o científicos. La forma en que describe la escena del globo es una excepción, que se justifica porque Joe, el narrador, confecciona libros de ciencia. En “Sábado” (2005), las reiteradas referencias científicas se dan porque Perowne, el personaje central, es un neurocirujano. Él, por cierto, tiene a una hija poetisa, que trata de darle alguna educación literaria. Padre e hija terminarán entendiendo que sus respectivas disciplinas se complementan.

El esfuerzo de McEwan de construir un puente entre las “dos culturas” no agota sus sorprendentes dotes de novelista, que explora las amenazas que acechan a las personas más sólidas, las formas en que de repente caen en desgracia. Puede ser por la aparición de un enemigo insospechado, o por una mala decisión que en su momento parecía inofensiva, o por el colapso repentino de la salud, sobre todo la del cerebro, esa masa de materia que, según McEwan, nos da, en forma efímera, el don insuperable de la consciencia.