Aún no se apagan los ecos del Mensaje Presidencial del 21 de mayo.
Aún no se apagan los ecos del Mensaje Presidencial del 21 de mayo. Pero son débiles y, su presencia, leve. Todos concuerdan, por ejemplo, en que la Presidenta manifestó un talante moderado, amigable; un tono prudente, conciliador; una actitud menos agresiva y confrontacional. Como si su disposición anímica y su manera de hacer algo -aunque se entienda como «estilo de liderazgo»- fuesen lo importante. Y pesasen más que el fondo, el contenido. Tenía razón McLuhan: vivimos una época en que el medio es el mensaje y la forma de transmisión interesa más que lo transmitido.
En cierto modo, en eso consiste el carisma de los líderes; ese atributo extra-cotidiano que les permite, sobre todo en sociedades del espectáculo, atraer la atención del público, dirigirla hacia sí mismos, convertirse ellos mismos en el mensaje y adquirir un aura que los eleva por encima de la masa, dotando de legitimidad a sus enunciados y decisiones.
Solo que el carisma de Bachelet hace ya más de un año comenzó a rutinizarse, período durante el cual los elementos proféticos, refundacionales, el discurso sobre el cambio paradigmático y de ciclo histórico, todo eso, ha ido perdiendo sentido y valor, transmutándose en acción cotidiana, arreglos burocráticos, cálculo presupuestario; en breve, en rutinas y normalización.
Si, como afirma una comentarista de Max Weber, «el político carismático en una democracia tiene la misión de explicar unas ideas, un programa político, de efectuar una cierta pedagogía política», entonces puede decirse que el discurso de Bachelet el 21 de mayo pasado es un primer reconocimiento -claro y evidente- de que la etapa carismática terminó y comienza ahora el intento por racionalizar las rutinas. De allí también el tono relativamente plano, no-dramático, sin mucho vuelo, algo apagado, de la retórica empleada para ese discurso. No era un tono profético, sino sacerdotal. No anunciaba, renunciaba. No convocaba, explicaba.
Por largos momentos parecía una lista de supermercado, como alguien dijo. Acciones hechas y por hacer. Medidas adoptadas y por adoptar.
Pero, más abajo, denotaba ese giro gradual y profundo hacia el crecimiento económico, la productividad como árbitro de las políticas, el orden de la propiedad, las jerarquías de lo macro y microeconómico, los límites fiscales. En fin, hacia aquello que la prensa burguesa califica como «la seriedad». El rigor. El principio de realidad.
Atrás quedaban, aunque no por completo, ya lo veremos, el Programa (con mayúscula) y sus ilusiones; la universalidad de los beneficios; el asalto sobre la desigualdad (ahora rebautizado, de acuerdo al nuevo talante, como una «grieta social»); el masivo levantamiento de hospitales; la recomposición desde su raíz de las relaciones laborales; la nueva Constitución de la República (aunque hemos oído recientemente que también la antigua tiene «partes estupendas») y los ruidos de la calle (que sin embargo el 21 de mayo se escuchaban venir atenuadamente desde fuera en medio del humo, los gritos, las pancartas y las bombas Molotov).
II
Más bien, dijo la Presidenta ante el Congreso Pleno, vengo aquí a «poner nuestras acciones en perspectiva histórica», que es otra manera de decir que ya no se trata de cambiar la historia, sino de hacerla y contarla. Sin embargo, si de algo carece el texto leído por la Presidenta, es precisamente de «perspectiva histórica».
El pasado -luego de la habitual declaración de orgullo por la Patria que todos juntos hemos construido- queda reducido a una cadena de problemas, disgustos, malestares, debilidades e insuficiencias. Así se lee en el texto presidencial: «durante demasiados años la productividad ha estado estancada»; «nuestra economía se ha centrado en unas pocas materias primas»; nuestro sistema político «permitió malas prácticas»; «la educación de calidad era sólo para los que podían pagarla»; «el Estado ha sido lento para actuar»; «los mercados han sido poco transparentes y poco competitivos»; «sobre todo, hemos sido un país muy desigual»; un país «con mucha discriminación»; un país «con prejuicios hacia las mujeres y poca tolerancia a la diferencia»; un país «donde la desconfianza se ha instalado como problema crítico». Como resultado, «la cohesión de Chile, la fortaleza de su democracia y la capacidad de su economía» se encontrarían debilitadas. En fin, «durante largo tiempo las tensiones y obstáculos […] se acumulaban», con el riesgo de que, de no haber un cambio de rumbo, «las tensiones y obstáculos crecerán y frustraremos nuestra oportunidad de progreso». Por todo esto, «no podemos seguir haciendo más de lo mismo. Esto ya no es una opción». Es el argumento de los malestares acumulados que, de no atenderse, terminan en una explosión.
Nadie podría imaginar que tan desastroso y lamentable estado de la Nación pudiese coincidir con su etapa más vigorosa de desarrollo, modernización capitalista, recuperación democrática, difusión del bienestar material, liberalización cultural e inserción en el mundo, etapa dominada, paradojalmente, por cinco administraciones de la Concertación, incluidas las dos de Bachelet.
Si se usó tan insensato diagnóstico fue porque resultaba funcional -desde el inicio de la actual, segunda, administración Bachelet- para la proclamación de un programa profético, discursivamente radical, aunque medularmente de un reformismo mal concebido y diseñado. Tal diagnóstico buscó, pues, justificar una propuesta que se autoconcebía como neo-revolucionaria dentro del marco de una democracia secuestrada por las transacciones y trampas de la transición y de un capitalismo entregado a la anarquía desquiciadora de los mercados neoliberales.
III
A partir de allí se entiende el levantamiento de un Programa que sus constructores ideológicos -hombres y mujeres de la Presidenta en su momento de liderazgo carismático, bajo el mando de Peñailillo y Arenas- vendieron a la Nueva Mayoría, a la propia futura Presidenta y a la opinión pública como uno de «cambio de paradigma» y de radicales reformas encaminadas a la «desmercadización» de la sociedad chilena y a provocar una democratización del poder de las élites.
Contra toda evidencia y rigor, la Presidenta -flanqueada ahora por Burgos y Valdés como encargados de conducir las rutinas del gobierno- concurrió al Congreso Nacional para explicar que aquellos cambios ofrecidos hace apenas dos años se hallaban cumplidos. Forman, dijo, la obra gruesa de la nueva República.
Es poco serio, sin duda.
Incluso una buena parte de quienes esperamos un buen desenlace para la administración Bachelet, encontramos que el esfuerzo imaginativo y retórico realizado para conectar en un solo relato el diagnóstico de la vieja República destruida, agrietada, que debió ser removida mediante retroexcavadoras y en cuyo reemplazo se levantaron unos nuevos cimientos que dan lugar a una obra gruesa a la cual solo faltarían ahora las «terminaciones» (la parte final de la obra) nos parece chocante e insostenible.
El diagnóstico, ya lo vimos, era verosímil, ni hubo en estos 24 meses nada parecido a una retroexcavadora en acción, ni hay la obra gruesa de un nuevo modelo de desarrollo ni nada siquiera cercano a eso, ni hay meras terminaciones que acometer.
¿Puede alguien sostener seriamente que una reforma tributaria que producirá (quizá) el equivalente a tres puntos porcentuales adicionales para el presupuesto de la Nación, con destino al sector educación básicamente, constituye una medida radical de transformación de la economía, cambiará el ámbito de acción educativa del Estado o significará por sí sola un mejoramiento cualitativo de las oportunidades educacionales? Si la reforma tributaria tuvo además alguna otra intención más allá de aumentar la renta nacional (como mejorar la distribución del ingreso, por ejemplo), el diseño de esa parte fue de tal manera confuso e inviable que debió ser modificado, sin que hasta hoy se conozca su impacto.
En cuanto a la reforma educacional, ¿alguien puede pensar que se ha producido un real cambio en nuestros sistemas escolar y superior o bien que las leyes aprobadas guardan el potencial de efectuar una radical transformación en la calidad, efectividad, igualdad y pertinencia de las oportunidades de aprendizaje y su distribución social? Sería algo así como imaginar que el cambio educacional proviene y se completa con la dictación de leyes. En un momento más bien lírico de su discurso, la Presidenta comparó las leyes educacionales dictadas bajo su administración con la ley de instrucción primaria obligatoria aprobada en 1920. No reparó el autor de esta parte del texto que dicha ley prácticamente no tuvo efecto alguno en lo inmediato, debido a la falta de escuelas y profesores por un lado y, por el otro, de recursos presupuestarios imprescindibles para expandir el acceso. Al contrario, ¡hubo que esperar hasta el gobierno de Frei Montalva para una efectiva reforma y universalización de la enseñanza primaria!
En el nivel superior, en tanto, el gobierno ha dado muestras, incluso el propio discurso del 21 de mayo, de no estar en condiciones de cerrar la brecha entre la profecía de la gratuidad universal proclamada por el Programa y las condiciones de base de nuestro sistema, el cual ha sido removido, pero no reformado; desordenado y no mejorado; amenazado pero tampoco disciplinado. Imagínese entonces: la ley que debe provocar el cambio de la educación superior ni siquiera ha sido enviada aún al Parlamento y el Mensaje presidencial no contuvo indicación alguna al respecto. Entretanto, ha sido reemplazado al interior del Mineduc el encargado de llevar adelante este proyecto, lo cual debe entenderse como un tardío intento por mejorar la gestión política. De modo que este nivel de la educación ha quedado fuera de la obra gruesa, lo cual no impide que desde ya haya pagado un costo en continuidad de su desarrollo y materialización de su planes estratégicos.
Hay otras dos reformas anunciadas que supuestamente son parte de esta parcial, dispareja e incompletísima obra gruesa, ambas en diferente estado de avance pero en igual situación de confusión, contradicciones ideológicas y enredos de gestión política. La reforma laboral y la reforma constitucional. Una y otra parecían inicialmente, en el momento profético, iluminar la nueva República con la promesa de un cambio en las relaciones de producción (capital/trabajo) y un cambio en los fundamentos mismos del contrato institucional que da sustento a nuestra democracia capitalista o capitalismo democrático, sirviendo como marco para el ejercicio de nuestros derechos de primera, segunda, tercera y cuarta generación y para determinar las obligaciones del Estado con el bienestar de los ciudadanos.
Ambas iniciativas están sujetas a las tensiones internas del gobierno y la NM. Por eso mismo, la Presidenta las mencionó solo superficialmente en su Mensaje. La primera (laboral) busca aún cómo conciliarse con el fallo del Tribunal Constitucional y con el nuevo énfasis en el crecimiento y la productividad que Bachelet fijó como norte para los dos años que restan de su administración. La segunda (constitucional) avanza a través del laberíntico, granular y líquido proceso de «participación-consulta-conversación-celebración comunitaria-focus group»diseñado por el gobierno, sin que se avizore todavía su dirección.
En breve, de obra gruesa no corresponde hablar ni desde el punto de vista del proceso político, ni de la gestión gubernamental, ni tampoco metafóricamente. Lo que hay son proyectos de mejor o peor factura, algunos de los cuales han sido aprobados por el Congreso, pero la mayoría de los cuales no comienza aún a implementarse. Propiamente, la obra política de los gobiernos tiene su etapa culminante, y la más compleja, en la implementación de dichos proyectos, que es justo cuando se transita de la promesa a la realización, de las profecías a la rutina, de la letra a la acción. Llamar a esta etapa «de terminaciones» es otro error, pues ahora recién comienza a materializarse la idea, el diseño. Cuando entran en contacto con la densa, espesa, realidad de los burócratas al nivel de la oficina, de las operaciones y transacciones, del cambio de conductas, del toma y daca, de las resistencias, de las inercias, del micro-orden preexistente y de las culturas locales de los usuarios y beneficiados.
IV
En la puesta en «perspectiva histórica» de lo que viene por delante, la Presidenta fue más bien escueta. De hecho, habló de los próximos dos años. Y de los límites y restricciones que existen en los contextos de avance. La voz de fondo a este respecto la puso posteriormente el ministro de Hacienda. En entrevista publicada en el diarioEl Pulso del 23 de mayo, dijo: «Lo que nos ha pasado es que estamos dedicados a hacer demasiados proyectos de ley y a gestionar menos el día a día. Parte de lo que nos pasa es que los ministros gastamos mucho más tiempo en la gestión política por proyectos, que en la gestión estratégica interna de que las cosas funcionen bien. Por eso hemos tenido algunos errores que han salido por la prensa. Estoy pensando en decretos que hay que rehacer. La Presidenta hace un tiempo nos pidió más tiempo para la gestión de los ministerios». Y Valdés apuntó también al corazón de la promesa programática del gobierno, al fijar con realismo la frontera de lo posible: «Lo que es claro es que llegar a la gratuidad universal con los recursos que hoy tenemos es muy difícil, porque le pone una presión muy grande al resto del aparato público. O sea, si no se hace nada más, se puede. Pero hay otras necesidades también».
Más expresiva de los estrechos deslindes que acotan lo que viene por delante fue la respuesta del ministro Valdés al ser consultado sobre el costo de las iniciativas contenidas en el discurso presidencial. Respondió así: «lo nuevo completamente es el plan de vivienda que […] son alrededor de USD 400 millones […] en tres años. Y hay una serie de anuncios acotados, del orden de 30 mil millones de pesos» agregó, esto es, unos USD 50 millones adicionales.
No hay pues mucho margen para «terminaciones» caras ni tampoco para expandir la obra gruesa, ni para sueños que vuelen tan alto como subieron las expectativas en el momento carismático del arribo de la Presidenta al gobierno.
Quienes prepararon el discurso del 21 de mayo parecen haber quedado sin espacio tampoco para construir un relato más coherente e interesante sobre el futuro del país a mediano plazo, más allá de la administración actual, que uniera en un relato los eslabones del tiempo revisando aquel pasado lleno de fallas y malestares que diagnosticaron, el presente de una obra gruesa que al análisis aparece bastante modesta y los próximos dos años que restan del gobierno, los que el ministro Valdés ha sometido a la regla del realismo con renuncia.
En efecto, poco se nos dijo respecto de hacia dónde va el país de los jóvenes Ni-Ni (que no estudian ni trabajan) y de la anomia expresada nihilistamente; de La Araucanía y Chiloé; de cómo compensaremos las desigualdades de la cuna al nivel de la educación temprana y de la educación obligatoria; de qué manera aseguraremos el crecimiento del país durante las próximas décadas hasta 2050, y de cómo responderemos a las demandas de empleo, seguridad y consumo de las múltiples nuevas capas de clase media emergente pero todavía vulnerable.
Se nos transmitió, en cambio, un discurso que parecía el inicio de una larga despedida, el cual buscaba -al mismo tiempo e infructuosamente- mantener el carisma de la promesa inicial. De allí quizá ese talante moderado, algo resignado tal vez, que mostró la Presidenta. Como si nos quisiera transmitir que también ella, igual que El Quijote (aunque sea una pseudo cita a él atribuida) había llegado al punto en que debía reconocer que «con la iglesia hemos topado, amigo Sancho», aludiendo a los obstáculos insalvables que la realidad impone, incluso a los gobernantes.