El Mercurio, 20 de diciembre de 2016
Opinión

Migraciones

Joaquín Fermandois.

Chile, como tanto país, surgió de migraciones desde el origen -mapuches y españoles-, aunque el período clásico de inmigración va de la segunda mitad del siglo XIX hasta 1914.

En lo fundamental arribaron europeos. No hubo problema y de manera casi unánime fueron vistos como un gran aporte. Eso sí, como la inmensa mayoría de los inmigrantes en todo el mundo y en toda la historia, al llegar a su nueva patria se colocan al menos al inicio en la base de la estructura social; y siempre habrá algún tipo de obstáculo por el que no hay que hacer mucho escándalo. Después vinieron los árabes, los primeros que no pertenecían al tronco europeo. Muchos de ellos experimentaron un grado de rechazo inicial, si bien hay algo de subjetivo en esto. Recomiendo la lectura de Benedicto Chuaqui, «Memorias de un inmigrante» (1942). En pocas décadas ya eran parte de la esencia de lo chileno.

Con todo, en lo básico, Chile no ha sido un país de inmigración, no al menos como lo son dos modelos clásicos, Estados Unidos y Argentina. Desde 1914 solo hubo una pequeña inmigración, cualitativamente de calidad (profesionales, académicos, artistas), quizás por el estancamiento económico. Hubo sí emigración de chilenos, en lo principal por razones económicas, hacia países más prometedores, a Argentina desde luego, que impregnó el sur trasandino; y que no se olvide en los 1970 y 1980 a Venezuela por lo mismo, como algo distinto, aunque paralelo al exilio.

Y en los últimos 25 años arribó otra ola de inmigración, primero peruanos y después otros latinoamericanos, no vecinos. Esto sí que fue nuevo. Para comenzar, no originó mayor problema, no más allá de lo mínimo que siempre sucede. Hay un colorido variopinto y no faltan las parejas mixtas de chilenos e inmigrantes. A la vista de uno en Chile se ha enriquecido todo el sector servicio, casi siempre con mejor uso del lenguaje. En parte fue posible porque el desempleo en el país ha estado relativamente bajo y se requiere fuerza de trabajo; muchos de ellos permanecerán en el país. La ciencia de la buena integración requiere que se hagan chilenos de corazón; entonces y solo entonces podrá florecer su aporte.

Quizás los nubarrones que han ensombrecido el optimismo de antes hayan hecho que el tema comience a ser debatido; hay ocasiones -lo vemos a lo largo del mundo- en que denunciar a los inmigrantes trae réditos y es más sensible en el Norte Grande. Frente a las declamaciones políticamente correctas que han abundado en estos días, hay que asumir algunas prevenciones legítimas. Primero, a pesar del aumento de la violencia y del narcotráfico en Chile, imparables por décadas, existe la paradoja de que Santiago (junto a Montevideo) es mirada como la capital más segura de la región, medida en asesinatos por 100 mil habitantes; por ello, no es ser chauvinista hacer un esfuerzo colaborativo para que no se importen mafias ultraorganizadas. Segundo, se debe distinguir con claridad entre la inmigración legal y la ilegal. Tercero, que todo país tiene un límite en la cantidad de inmigrantes por año, aunque no creo que todavía se haya sobrepasado ninguna cota. A los que se integren vía la legalidad, se les debe otorgar todo aquello de lo que goza un chileno.

Esta nueva inmigración es un desmentido estruendoso ante las visiones apocalípticas sobre el Chile de nuestros días. Por algo vienen para acá, mientras que de otras partes se escurren en balsas para a veces ahogarse. No está de más recordar que nunca nadie emigró a un país marxista. Chile no será la copia feliz del Edén y no somos desarrollados -¿lo seremos alguna vez?-, pero aun con problemas, no es poco ser vistos como esperanza práctica por tantos latinoamericanos.