Revista Reseña, 1 de marzo de 1994.
Opinión

Mirando la cerradura

Arturo Fontaine T..

La vida de los chilenos detrás del muro de Berlín

La novela más significativa que se ha escrito acerca de la vida de los chilenos que exiliaron en Alemania Oriental después del golpe militar de 1973 es Morir en Berlín (Planeta 1993), la novela de Carlos Cerda. El autor fue un destacado dirigente del Partido Comunista y representó en el conocido programa político “A esta hora se improvisa” a la Unidad Popular hasta el derrocamiento del Presidente Allende. Vivió luego en Berlín donde se doctoró en literatura por la universidad Von Humboldt y consolidó su carrera de escritor. En esa época comenzó a desencantarse del comunismo y tomó distancia del pensamiento marxista en general. Esta novela tuvo enorme éxito de crítica y figuró por muchas semanas en la lista de las novelas más vendidas. Publicamos a continuación la crítica que publicó entonces Arturo Fontaine y apareció en la revista Reseña a comienzos de 1994. Cerda publicó también Una casa vacía (1996), Sombras que caminan (1999), y Escrito con L (2001), entre otros libros. Publicamos, asimismo, un breve texto que el escritor de Morir en Berlín publicó en la revista Mercado y Publicidad Nº 26 de 1997.


Mario, el protagonista, un chileno exiliado en Berlín Oriental, recuerda de pronto la maña que tenía (¿que tiene todavía?) la cerradura de la puerta de la casa de su padre en calle Seminario. Para lograr abrirla era necesario mover la llave de cierta manera, aprender esa maña. «No, no. Tienes que retirarla un poquito cuando llegue al fondo, después la subes y listo, ya está», le dice su padre. Mario, entonces, se da cuenta de que «durante años la cerradura tuvo ese desperfecto y nunca se llamó a un cerrajero. Toda la familia fue aprendiendo la mañita –»porque es cuestión de mañita, nos decía el viejo». Así, para Mario, la cuestión del manejo de la cerradura llega a ser «el factor más seguro de cohesión en la familia». En cierto modo, la novela Morir en Berlín de Carlos Cerda, toma en mi mente la forma de la cerradura y su maña. Los exiliados chilenos en Berlín, que la novela nos pone delante, viven mirando la cerradura y tratando de aprender su maña. Pero, en verdad, no se trata de una cerradura sino de, a lo menos, tres cerraduras: la de la Cordillera (tapada por una «L»), la del Muro y la de la propia sociedad del «Primer Estado de Obreros y Campesinos en Suelo Alemán», que los acoge como huéspedes y los administra a través de la «Oficina». «Prefiero equivocarme con la Oficina, antes que tener razón contra la Oficina.» (Pg. 15) Así entiende el viejo ex senador, Don Carlos, que ha estado en el campo de concentración de Chacabuco, «la cuestión de la lealtad». A estas tres cerraduras públicas se añade una cuarta, de tipo personal: el matrimonio con Lorena que el protagonista quiere romper.

La novela está narrada, en gran parte, desde un «nosotros»; una suerte suerte de coro griego, compuesto por el conjunto de los exiliados, que viven en lo que ellos mismos, con ironía denominan «el ghetto». Se trata de un sujeto colectivo que observa los acontecimientos con serena atención, que comprende y, sin embargo, es sumamente inquisitivo, preciso, curioso. Desde un punto de vista formal este narrador es uno de los principales aciertos de la novela. Porque se trata de un sujeto indesmentible. Calza admirablemente con la mentalidad de grupo de donde se origina y con la situación vital en que se encuentran. Vivir de cara a la cerradura los iguala y confunde en una sola entidad indiferenciada. Ellos saben de qué se trata. Han sido testigos colectivos. Su visión está controlada por la de los demás. El lector u oyente imaginado por el texto forma parte de ese mismo grupo y también sabe o puede llegar a saber por su cuenta. No puede ser engañado impunemente. En su relato, desarrollado linealmente como si fuese un testimonio, el lector real confía ciegamente. En un par de ocasiones, relativas a los padres de Lorena, un diálogo de muchas voces sustituye a la narración con extraordinaria eficacia dramática. En muy pocas líneas el autor logra aquí transmitir todo un cúmulo de informaciones con un alto voltaje emotivo.

Sobre este trasfondo se recortan las figuras principales que, en algunos momentos, asumen la voz narrativa: Mario, que se desempeña como profesor universitario y ha publicado un libro de cuentos; su esposa Lorena, que desea irse a México con los niños para retomar su carrera de actriz, interrumpida por el exilio; Don Carlos, el paternal aunque severo jefe de los exiliados que está viejo y enfermo, pero sigue siendo leal al sistema y pierde la calma ante el virus de la disidencia que se esparce entre sus filas con la misma pertinacia de ese cangrejo que le apreté el estómago y hace sonar sus tripas. Don Carlos vive en un edificio de veinte pisos cuyos habitantes tienen «en común no sólo su calidad de ancianos sino la común condición de ser viudos recientes. » (Pg. 13) El ex senador odia el olor de los viejos que le hace pensar en la muerte. Por eso trata de no estar en el edificio a la hora en que llegan todos los viejos de pasear a sus perros. Demora, entonces, su regreso a casa en un supermercado donde se queda olfateando el tabaco o la fruta fresca. Esta imagen del hombre enfermo olfateando la vida en los productos del supermercado se graba y le confiere al personaje ficticio una existencia casi palpable. En la novela abundan imágenes como esta: sencilla, precisa, reveladora y, cosa más difícil, capaz de suscitar afecto.

Estos personajes circulan por una ciudad dominada por la nieve que aparece una y otra vez recordándole al lector que los habitantes del ghetto vienen de otro mundo en el cual la Navidad significa el comienzo del verano. La nieve en esta novela marca siempre el paisaje ajeno, extraño, que desorienta, a veces, a pesar de su belleza, como le ocurre al viejo senador al dirigirse a Berlín Occidental a solicitar una visa que le permita regresar a Chile. Lorena «abrió la ventana a pesar del frío y se quedó mirando la multiplicación de edificios que no terminaban, ahora todos con las ventanas oscuras: un desierto de cemento, la prefiguración de un cementerio, el anticipo del final. La nieve silenciosa era también parte de ese indeseado anticipo». (Pg. 242) No así para Leni y su amiga, alemanas ambas. Para ellas la Alexanderplatz era «blanca como una luna recién caída» mientras «sentían el aire limpio y una fragancia de agua suspendida, intocada.» (Pg. 34)

La salida del mundo chato y desalentado del ghetto se produce gracias a Efa. ¿Qué puede haber visto en Mario la hija del ministro? «Sabíamos que al abrazarnos ella creía abrazar el mundo de sus padres» (Pg. 172) La hija del ministro quiere ver en los exiliados del ghetto a los aguerridos revolucionarios del mundo épico de sus padres, que combatieron en la Segunda Guerra y fundaron el Primer Estado de Obreros y Campesinos. En verdad, «ni Mario ni nosotros pertenecíamos ya a ese mundo». (Pg. 172) Es algo similar lo que ocurre con Leni, una joven bailarina que se interesa por Don Carlos y sufre algo así como una decepción cuando este le dice que estuvo en el campo de detenidos de Chacabuco sólo unos meses y nunca fue torturado. Leni, como Efa, es una opositora. Su interés por la vida de Don Carlos obedece, a razones difíciles de precisar. Para ella Chacabuco es Berlín Oriental. Don Carlos se queda confundido. La joven Efa, por su parte, se da todas las tardes un baño de espuma, mientras Mario le prepara unas cenas sibaríticas con filetes de esturión provenientes del refrigerador del ministro. Un cierto hedonismo, sus rasgos histéricos de hija consentida, hacen pensar en una niña rica burguesa. «Existe el virus de la descomposición», le dice su padre. El virus burgués habita al interior de su propia hija. En cambio, los que viven el encierro del ghetto se conducen con espíritu colectivo. Esto en medio de su agobio y disidencia. Un poco como ocurre con Un día en la vida de Iván Denisovitch, la mejor novela, creo, de Solzhenitsyn. También allí los valores comunitarios a que aspira la sociedad socialista se encarnan entre los perseguidos.

La víctima del amor de Mario y Efa es Lorena, cuya humanidad empapa las páginas de esta estupenda novela. Pienso, por ejemplo, en la ternura que despierta su aventura con Klaus, en su impetuoso telegrama a propósito de una visa que desata un conflicto con la Oficina y el régimen, en su actitud hacia sus padres. La inesperada visita de estos, después de doce años, en medio de la crisis matrimonial, desencadena los acontecimientos y el lector es arrastrado por una vorágine. Como casi todos los argumentos bien trabados éste se construye a partir del procedimiento del error y del paralelismo. Creo que es un argumento muy apto para un film.

Desde un punto de vista artístico Morir en Berlín es un libro profundamente honesto. No hay aquí, como ocurre tan a menudo, guiños ni piruetas formales ajenas a la sustancia de la novela. Hay, en cambio, algo sólido que contar. Y ese algo es tan complejo, hondo, traumático y medular que uno sospecha que el autor no ha de abandonar ese mundo quizás nunca. Como Singer, cuyo mundo ficticio sería siempre el mismo: Varsovia. Esta ha sido, sin duda, una novela muy difícil de escribir. Esta escritura nace de un largo dolor, de una profunda voluntad de verdad, de una enraizada necesidad interior. El narrador quiere a sus personajes y nos hace quererlos. Quisiera saber más de este mundo. Quisiera leer la próxima novela de Carlos Cerda.

Nota: Presentación del libro Morir en Berlín en el Goethe Institut, 8 de julio de 1993. Publicado posteriormente en revista Reseña, marzo, 1994.