Los desafíos que se ha planteado el Gobierno en educación son ambiciosos: algunos valiosos, y otros muchos más, discutibles. Ninguno es tan equivocado como el logro de gratuidad universal en educación superior.
Son varias las razones que llevan a pensar que esta es una mala idea. Una relevante es que no parece haber mayores diferencias en acceso, incluyendo el de los jóvenes de menores ingresos, en sistemas no gratuitos con créditos. Es más, el acceso pareciera ser superior en estos últimos sistemas, porque los mayores recursos que genera un sistema de financiamiento mixto abren nuevas oportunidades. Por ello no es extraño que, más allá de la realidad de algunos países latinoamericanos y europeos con universidades estatales gratuitas o de aranceles reducidos, la tendencia en las últimas décadas haya sido hacia sistemas de educación superior con una mayor proporción de financiamiento privado. Los resultados de este giro parecen haber sido satisfactorios en términos de inclusión y efectividad de las instituciones de educación superior.
Si no hay diferencias en acceso, e incluso si este se puede ver levemente resentido, los costos de la gratuidad universal se hacen más evidentes. Entre estos, uno de primer orden es que casi la mitad de los recursos adicionales que se destinen a financiar esta política se concentrarían en el quintil de mayores ingresos (indudablemente que sin conocer los detalles de la propuesta gubernamental es imposible arribar a cifras precisas). Si los retornos promedio a la educación superior siguen siendo elevados y hay carencias en otros ámbitos de la educación, como la educación inicial, es difícil defender el carácter regresivo de esta iniciativa.
Más allá de la distribución de estos recursos, el impacto total sobre las finanzas públicas es cuantioso. En la actualidad, los ingresos por aranceles de pregrado del sistema de educación superior se acercan a los US$ 4.300 millones (estimado a partir de la matrícula de pregrado de las distintas instituciones y los aranceles informados). El Estado está destinando a becas y financiamiento de crédito en el presupuesto nacional del presente año una cifra de US$ 1.665 millones. Suponiendo que se mantienen los actuales niveles de actividad, que la distribución de estudiantes entre instituciones no cambia y que no hay grandes ganancias en eficiencia, la gratuidad universal podría significar una inversión anual adicional de US$ 2.635 millones, y este es seguramente un piso más que un techo.
No es evidente que las holguras fiscales sean suficientes para destinar recursos de esta magnitud en los plazos sugeridos por el programa gubernamental, más si ya hay importantes recursos comprometidos en distintas iniciativas, tanto en el ámbito de la educación como en otras áreas. Por ello quizás resurgió la idea de los impuestos a los graduados como fuente adicional de fondos. Sin embargo, este impuesto, estudiado en diversos países, se ha desechado por todos los problemas e incentivos perversos que genera su aplicación. Solo en Uruguay hay una implementación muy parcial de esta idea, principalmente para financiamiento de becas de mantención, y ha recibido muchos cuestionamientos.
La inconveniencia de esta política también queda en evidencia al reconocer que la educación superior requiere posiblemente más recursos para investigación y desarrollo que los actuales. Si se va a sustituir financiamiento privado por público para la docencia, no es claro de dónde van a provenir esos dineros. Precisamente una motivación central detrás de la tendencia relativamente universal de incorporar más financiamiento privado a la educación superior son los insuficientes fondos que aporta el Estado, que pueden lesionar acceso y, sobre todo, la inversión en ciencia y tecnología.
Así, una agenda que mejore el sistema de becas, desarrolle adecuadamente el sistema de créditos contingente al ingreso, profundice y perfeccione el sistema de aseguramiento de la calidad de la educación superior, promueva más inversión en investigación y desarrollo de acuerdo a la complejidad y desempeño de las instituciones de educación superior, cree un fondo nacional para las humanidades, defina incentivos para reducir deserción y largo de las carreras y, por último, asegure reglas que reduzcan las asimetrías de información y desalienten los programas profesionales (hay del orden de 12 mil) poco rentables socialmente y, en cambio, promuevan aquellos rentables para los estudiantes y la sociedad chilena, parece ser mucho más efectiva, socialmente más pertinente y menos onerosa que la gratuidad universal.