El Mercurio, 21 de junio de 2015
Opinión

Mucho con poco

Ernesto Ayala M..

Hay una belleza particular en las películas que funcionan con poco. No es que todas tengan que hacerlo, pero aquellas que se lo plantean y lo logran pueden luego mostrarlo como una suerte de conquista, un logro de diseño, realización y simpleza en un mundo dominado por el ruido y la complejidad. Pensemos, por ejemplo, en «¿Dónde está la casa de mi amigo?» (1987), de Abbas Kiarostami; en «Antes del amanecer» (1995), de Richard Linklater; o, por supuesto, en «El ladrón de bicicletas» (1948), de Vittorio de Sica. Cada una de ellas hace una gran película con un material en apariencia muy sencillo: un niño que debe ir al pueblo vecino a dejarle un cuaderno a un compañero de curso; dos turistas se encuentran en un tren y solo tienen una noche para conocerse; un padre de familia al que le roban su bicicleta, instrumento fundamental para cumplir con su trabajo, debe conseguir otra. Puesto así, el cine parece muy fácil.

Los hermanos Dardenne, ciertamente, tienen amor por ese tipo de películas, lineales, económicas, despojadas, de elementos mínimos. En algunos casos, ponen más acento en el melodrama; en otros, en lo policial; y en otros, en el conflicto social. No siempre aciertan con igual fortuna, pero en sus mejores momentos logran transmitir con pocos elementos algo muy difícil de poner en escena: el movimiento de una conciencia moral, es decir, cómo una persona cambia la manera de mirar y entender sus propios actos. Es innegable también que su cine de cámara en mano, iluminación natural, situaciones extremas y personajes proletarios ha producido una horneada de imitadores que hoy hegemonizan la escena contemporánea, especialmente en el circuito de festivales. Incluso, el mismo cine de los Dardenne podría someterse a la sospecha de recurrir a lo que, a esta altura, es una fórmula que asegura a lo menos cierto prestigio.

«Dos días, una noche», recién estrenada esta semana, revela sin embargo el esfuerzo de los Dardenne de incorporar algo de aire fresco a su cine. Por lo pronto, la cinta está protagonizada por Marion Cotillard, una estrella del cine mundial, muy diferente del actor de bajo perfil que solían utilizar antes. La situación planteada tampoco es extremadamente marginal ni extremadamente melodramática, como en casos anteriores: se trata de seguir a Sandra (Cotillard), que será despedida de la planta de paneles solares donde trabaja, a menos que convenza a la mayoría de sus compañeros de trabajo de renunciar a un prometido bono de mil euros. Sandra, que viene recuperándose de una depresión, tendrá entonces un fin de semana para conseguir el apoyo necesario. Como en la mayor parte de las películas de los Dardenne hay un problema moral en juego. Esta vez, sin embargo, no está sobre los hombros de la protagonista, sino de quienes la rodean, la comunidad de trabajadores. Aunque desde el cómodo asiento del espectador el dilema se ve fácil de resolver, la cinta tiene la delicadeza de dibujar nítidamente a cada uno de los compañeros de trabajo que Sandra visita, y darle contundente razones para actuar en uno y otro sentido. Así, pese a que la cinta tiene un innegable aire cristiano desde su misma premisa, reforzado por el aire respetuoso y frágil con que Sandra ruega por el voto, también se hace cargo de mostrar que optar por el otro es más complejo de lo que parece. Con todo, habría sido interesante si la cinta hubiera sido más jugada en justificar las opciones de «los egoístas», ya que algunos se ven definitivamente como malos bichos.

En una segunda capa, a lo mejor más fina y delicada, la cinta es también la historia de un matrimonio que se recompone, en gran parte gracias a los heroicos esfuerzos del marido de Sandra (Fabrizio Rongione). En una tercera capa, es la historia de una mujer que despierta, que logra ponerse de pie, no sin grandes dificultades. La cinta quizá no alcanza la elocuencia o el calado de los mejores trabajos de los Dardenne, pero hace mucho con muy poco y, en ese sentido, es una lección de dramaturgia y de inteligencia.