El Mercurio, 22 de mayo de 2018
Opinión

Mujeres y sexo

Joaquín Fermandois.

La fe en los protocolos recuerda mucho a la utopía de que las buenas leyes todo lo arreglan.

La polémica sobre acoso es vista por muchos como punto de inflexión, erradicación de un mal omnipresente y abrumador. Ha habido un «estallido» del tema del abuso, aunque nos podemos preguntar por qué no fue tan urgente hace un año o hace 10 años. Quizás hay que ubicarlo en su lugar. Se relaciona con dos procesos que se iniciaron al menos hace siglo y medio, y todavía seguirán su curso, fenómenos distintos pero que a veces se alimentan mutuamente.

Uno es el cambio de la posición y desempeño de la mujer en la sociedad moderna, en un proceso inacabable de redefinición de la relación entre los sexos. No es que en el pasado la mujer haya sido «invisibilizada», lo que está en boga afirmarlo; cualquiera que se asome a la tragedia griega puede atisbar su protagonismo. Ahora la mujer ha pasado a desempeñar casi todas las ocupaciones que era costumbre reservar a los hombres en la sociedad tradicional. No se trata solo de un asunto laboral; existe una transformación a veces sísmica que alcanza a la casi totalidad del relacionamiento entre ambos.

El otro es que en este mismo lapso se desarrolló una transformación más sísmica todavía en la forma en que apreciamos el sexo y la vida erótica. Lo que antes era con intermitencia una experiencia práctica, en la modernidad da paso -a veces inaudible- a verbalizarlo, a ponerlo ante nosotros como una experiencia necesaria, positiva, empujando los límites cada vez más allá del horizonte, ahora diferenciado de la natalidad. Se le despoja de su sombra de peligrosidad moral, y en un enfoque entre compasivo y de justa -cuando es espontáneo- reivindicación se incluye al grupo LGTB, de centralidad en las cuatro últimas décadas. El fenómeno configura con fuerza a la cultura global y es más marcado donde hay más desarrollo y prosperidad, aunque no solo allí. La humanidad tendrá que lidiar con esta perspectiva.

En el estallido actual -que durará lo que dure- sobresale un rasgo propio a la fe de los conversos al ser asumida con ardor hasta alcanzar la intolerancia más fiera, lo que se ha llamado la «prohibición de preguntar»; es decir, «no tienes derecho a decir lo que a mí no me gusta». Porque, ¿quién se podía imaginar que fenómenos tan abarcadores no iban a provocar discusión, oposición, adaptación? También entusiasmo, adhesión, tolerancia. Y el fanatismo de grupos clamorosos. ¿Cuándo no han sido así estos fenómenos, sobre todo en la modernidad: la contigüidad de lo racional y razonable con lo irracional y visceral? Es en la confrontación donde se adoptan acomodaciones en las que pueda resplandecer lo nuevo con sentido para una gran mayoría y tolerancia a los particularismos. Llevado a su extremo se explica una reacción que supongo casi todos hallaremos como tiro en la culata, el fundamentalismo islámico que restringe casi todas las libertades a las mujeres. Y no se crea que es reliquia de otro tiempo. Afecta a un quinto de la humanidad y su vigor lo extrae de ser resistencia a la modernidad, reacción muy moderna. De seguir la tendencia de algunos apóstoles de los protocolos, tendremos a los sexos enfrentados en un mundo disciplinado por códigos rígidos, de señales automáticas, mundo frío, puritanismo insufrible, desprovisto por lo demás del soplo liberal que distingue a la sociedad democrática y desvaído de la espontaneidad del encuentro entre hombres y mujeres que no es puro instinto.

La fe en los protocolos recuerda mucho a la utopía de que las buenas leyes todo lo arreglan. Busquemos, en cambio, las reglas del juego que los puedan alimentar: la espontaneidad de la vida pasada por el tamiz de la cultura, del instinto sublimado por la educación en el buen gusto y en los buenos usos.