El cine y la música han demostrado química de sobra. Muchas películas tienen algunos de sus momentos más memorables estructurados en torno a la música. No me refiero a los violines de las escenas románticas ni a la reiteración sistemática de compases para crear sensación de tensión. El recurso de la música incidental ha sido tan sobreexplotado en el cine industrial, que su aporte como fuente de énfasis o guía de las emociones suele ser torpe y cansador. Me refiero a la música como parte de la historia, de lo narrado o, como también se dice, la música diegética. Pienso en los mineros cantando en «Qué verde era mi valle» (1941); en el doblaje de «Blue Velvet» en la cinta de David Lynch (1986); en Uma Thurman y Travolta bailando en «Pulp Fiction» (1994); en Bill Murray cantando a Bryan Ferry en «Perdidos en Tokio» (2003) o, para no ir tan lejos, en el uso de «Space Oddity» en «La vida secreta de Walter Mitty» (2013), una canción que literalmente empuja al protagonista a la aventura. Se podría llenar esta página entera de ejemplos.
Hay algo parecido a una mutua reciprocidad cuando la historia importa menos y lo central es la música. El cine, como una suerte de escenario, permite que la música despliegue sus artes y poderes con plena intensidad. El acto de estar concentrado, mirando una pantalla, permite que la música pase del fondo al primer plano y se escuche de otra manera, a veces como si fuera por primera vez. Esto, quizás, hace que algunas personas coleccionen grabaciones de recitales o que un festival de cine como In-Edit, que en Chile comienza su undécima versión este jueves en Santiago (y el 19 de diciembre en Concepción), tenga una vitalidad rica y sabrosa. O dicho de otra forma: aunque el cine avant garde puede llegar a otros festivales, en el In-Edit resulta muy difícil quedarse dormido.
Entre sus casi 50 películas de esta versión, hay que tener en cuenta, por ejemplo, «Nick Cave: 20.000 Days on Earth». La cinta no es un documental, pero tampoco es puramente ficción. Más bien, parece una hija adoptada de ambos. Como su título lo explica, se propone relatar el día 20.000 de Cave, un músico australiano, neogótico, post punk, que a los 56 años lleva más de 30 activo y hoy vive cómodamente en Bristol, donde pasa sus días escribiendo, componiendo y grabando con The Bad Seeds, su banda habitual. Resulta evidente que la cinta tiene mucho de viaje egótico, en especial en los momentos en que Cave se junta con un equipo de conservadores, que toman sus antiguas fotografías con guantes y delicadeza e «interrogan» al compositor respecto del origen de tal o cual imagen. Pese a esto, Cave es tan interesante que, incluso en clave egótica, despliega brillo, estilo y lucidez, y sin verse agitado en lo más mínimo se lleva cómodamente la cinta en sus hombros. Su voz en off acompaña buena parte del relato y mediante ella o a través de conversaciones que se despliegan a lo largo de la cinta, realiza cómicos y negros apuntes sobre el matrimonio, lúcidas explicaciones respecto de cómo entiende las canciones, observaciones sobre lo que significa estar arriba del escenario y despliega un infinito cariño por su oficio, que asume con parsimonia y trabajo, sin edulcoraciones de ningún orden. A eso se suma la puesta en escena de grabaciones o recitales de un puñado de canciones de The Bad Seeds, que Cave interpreta con una actitud donde mezcla la confesión, el desgarro y el juego, todo dominado por tal oficio y seguridad, que bien podría ser la envidia de cualquier artista. La cinta está dirigida por Iain Forsyth y Jane Pollard, pareja que proviene del mundo del videoarte y que provee de atención a los detalles y una sensibilidad que sintoniza con el mundo de Cave. Algunas de sus soluciones son un buen aporte; otras, más convencionales. Quizás como totalidad la cinta no tiene un norte claro, pero cumple con entregar deliciosos momentos.
«Nick Cave: 20.000 days on Earth»
Dirigida por Iain Forsyth y Jane Pollard.
Con Nick Cave, Warren Ellis y Kylie Minogue.
Gran Bretaña, 2014, 97 minutos.