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Opinión
Proceso constitucional

Nueva Constitución: inmediatez parlamentaria y el problema de la (incierta) resistencia institucional

Luis Eugenio García-Huidobro H..

Nueva Constitución: inmediatez parlamentaria y el problema de la (incierta) resistencia institucional

Lo cuestionable es el afán irreflexivo con que transversalmente los parlamentarios parecen buscar alterar una y otra vez normas constitucionales en un contexto como el actual, incluso en temas sustanciales.

Hace unos días un grupo de diputados ingresó una propuesta de reforma constitucional que busca impedir la realización de un nuevo proceso constituyente por un plazo de ocho años, en caso de prevalecer el rechazo en el plebiscito de salida de diciembre. La propuesta es ciertamente absurda y no pasa de ser un disparate en términos procedimentales. De ser aprobada, nada impediría jurídicamente al Congreso Nacional suprimirla por idéntico quórum en caso de acordarse el nuevo proceso que se busca evitar.

Sin embargo, vale la pena detenerse en ella porque es indicativa de una realidad legislativa que ha permanecido sorprendentemente invisibilizada en los últimos años: el frenesí parlamentario por responder a la contingencia desde lo constitucional, aún a pesar de encontrarnos embarcados en sucesivos procesos constituyentes. Es importante precisar desde ya que con esta observación no se busca cuestionar que el Congreso conserve el poder de cambiar la Constitución durante un proceso constituyente, algo del todo esperable en una democracia consolidada como la nuestra. Lo cuestionable es el afán irreflexivo con que transversalmente los parlamentarios parecen buscar alterar una y otra vez normas constitucionales en un contexto como el actual, incluso en temas sustanciales. Porque más allá de cuál sea nuestra apreciación de las propuestas específicas, esta conducta sugiere una falta de coordinación institucional durante un proceso crítico que puede afectar negativamente la deliberación de quienes tienen a su cargo la redacción de la nueva propuesta constitucional. La impredecibilidad parlamentaria dificulta —o hace imposible— que quienes elaboran la nueva Constitución puedan anticipar escenarios de resistencia institucional.

Desde la promulgación de la reforma que materializa el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución de 2019, se han presentado en el Congreso más de cuatrocientos proyectos de reforma constitucional. Dentro de este universo, algunos se explican como un intento de complementar dicho acuerdo (paridad, escaños reservados y listas de independientes) y el Acuerdo por Chile de 2022 (paridad). Otros, como medidas extraordinarias para hacer frente a la situación excepcional que supuso la pandemia. Parte de los proyectos que terminaron materializándose en reformas constitucionales se enmarcan en un esfuerzo político por enfatizar o preservar el carácter transitorio de la Constitución vigente ante la posibilidad del Rechazo en el plebiscito de salida de septiembre de 2022. En este grupo encontramos, por ejemplo, la rebaja en el quórum requerido para reformar la Constitución y de las leyes orgánicas constitucionales, así como para incorporar una causal de renuncia que permitiera dejar su cargo al convencional Rojas Vade. Un número menor de estas reformas aprobadas también busca entregar herramientas institucionales para abordar la crisis migratoria y de seguridad, casos en los cuales podría afirmarse que la gravedad del asunto impide esperar un nuevo texto constitucional.

Pero descontadas estas excepciones, todavía quedan cientos de proyectos que parecen contradecir el contexto constituyente en el que nos encontramos o, lo que es peor, parecen incluso querer antagonizarlo. Por ejemplo, cuando todavía no comenzaba la discusión sustantiva dentro de la Convención Constitucional, el Senado aprobó en forma unánime la constitucionalización de los llamados neuroderechos. ¿Cómo se explica un cambio tan innovador si en paralelo se discutía una propuesta constitucional que sólo meses después podría haberlo reemplazado? Algo similar ocurre hoy día: mientras la semana pasada se negociaba el estatuto constitucional de la salud en la Comisión Experta, el Senado debatía una reforma constitucional sobre esta misma materia.

Si nos centramos únicamente en el proceso constituyente en curso, se observa la presentación de decenas de propuestas de reforma constitucional desde la adopción del acuerdo de diciembre pasado. En materia sistema político, por ejemplo, hay propuestas que buscan revisar la atribución presidencial de conceder indultos o los alcances con que ésta puede ser ejercida; que incorporan causales de acusación constitucional contra los ministros de Estado; que expanden las atribuciones parlamentarias con motivo de urgencias legislativas o que someten a confirmación del Senado la designación de embajadores y otros agentes diplomáticos; que modifican el sistema de nombramientos del contralor general y del fiscal nacional, proponiéndose incluso la elección popular de éste último; o que revisan las atribuciones del Tribunal Constitucional.

En materia de derechos fundamentales, por otra parte, se ha propuesto la constitucionalización de los derechos sexuales y reproductivos, así como de un derecho a la protección del patrimonio nacional; extender el derecho de sufragio a los mayores de dieciséis años; expandir los deberes del Estado a fin de robustecer el acceso a la salud; e incorporar un derecho especial de alimentación a personas que padecen de enfermedades catastróficas. Las propuestas también abundan en materia previsional y de salud, impositiva y de estados de excepción.

Resulta evidente que la mayoría de estas propuestas son una reacción a la contingencia política que los parlamentarios deben sortear diariamente y que, como una consecuencia casi inevitable, los hace presa fácil de lo superfluo y de una urgencia irreflexiva. Si esta instantaneidad ya resulta problemática en tiempos normales [KUO 2019], lo es aún más durante un proceso constituyente. Negociar una Constitución en contextos democráticos supone tener un diagnóstico de aquello que debe modificarse, pero también de las alternativas de cambio disponible y hasta dónde puede avanzarse políticamente. Aunque en los procesos constituyentes deberían imperar lógicas distintas a las de la política ordinaria [PARTLETT y NWOKORA 2019], lo cierto es que en ellos la ‘política’ constitucional no puede desentenderse de la ordinaria, y muchas veces es víctima de ésta.

El proceso constituyente pasado es un buen ejemplo de ello: la propuesta de la Convención Constitucional fracasó no solamente porque desencantó al votante medio [VERDUGO 2022, NAVIA y ALEMÁN 2023], sino también por la resistencia institucional que experimentaron los cambios propuestos [ESCUDERO y CALABRÁN 2023]. El caso más paradigmático es el del Senado, cuyos integrantes criticaron transversalmente la propuesta de los convencionales que buscaba reemplazar dicha cámara por una de carácter regional bajo un esquema asimétrico. Puede parecer obvio, pero los procesos constituyentes en contextos democráticos no escapan a las dinámicas de los vetos políticos, en el sentido de que las reglas constitucionales son el resultado de un agregación de preferencias y de las restricciones impuestas por actores con poder de veto [TSEBELIS 2022; VOIGT 1997]. Y es prácticamente inevitable que sea de otro modo: estos procesos ponen a los restantes poderes (constituidos) del Estado en la incómoda posición de observar cómo se redibuja su posición institucional, a veces en forma dramática [GARCÍA-HUIDOBRO y GUIDI 2021].

En consecuencia, sin importar cuán prudentes y cautelosos sean quienes intervienen en la elaboración de la propuesta constitucional (como lo han sido los comisionados expertos hasta la fecha), el frenesí legislativo dificulta seriamente su trabajo. La impredecibilidad y el número de las propuestas constitucionales que se suceden en el Congreso Nacional hacen imposible anticipar cuáles serán los posibles escenarios de resistencia institucional de los parlamentarios ante el texto definitivo que se someta a plebiscito en diciembre. Cada uno de los proyectos presentados supone una toma de posición por parte de ellos en aspectos de la discusión constitucional, posiciones que pueden ser antagónicas a las recogidas en la propuesta de la Comisión Experta o del Consejo Constitucional. ¿Por qué no interpretar estas tomas de posiciones como un esfuerzo de influenciar la propuesta de nueva Constitución que, en caso de ser desoídas, pueden dar paso a la resistencia parlamentaria?

En contra de esta posición podría decirse que muchos de las propuestas de reforma constitucional descritas nunca serán aprobadas o que algunas de ellas fueron patrocinadas por parlamentarios pertenecientes a agrupaciones más bien marginales de cada cámara. Tal vez muchas de ellas sean relegadas en el olvido luego de presentadas. Sin embargo, la excesiva fragmentación del Congreso juega a favor de estos grupos, como también lo hace el carácter no propositivo que pueden adoptar muchas de las formas de resistencia institucional (como se observó en muchos episodios del proceso pasado). En ello no debemos olvidar que las posiciones constitucionales de los actores políticos tienen éxito no sólo cuando se traducen en proyectos aprobados, sino también cuando una narrativa política gana tracción en el debate público [PRIETO y VERDUGO 2021; GARCÍA-HUIDOBRO 2020]. De ahí la incertidumbre que supone cada nuevo proyecto presentado en el Congreso.

En este punto, la difícil tarea que ha sido encomendada a los comisionados expertos y consejeros constitucionales se asemeja a quien observa la caja que contiene al gato de Schrödinger: ellos deberán tratar todas estas propuestas como si simultáneamente fueran y no fueran escenarios de una futura resistencia institucional. Mientras no se entregue la propuesta constitucional, sus redactores no podrán saber si las conductas parlamentarias son únicamente esfuerzos oportunistas de reaccionar a la contingencia o, por el contrario, posicionamientos estratégicos que buscan influir en dicha propuesta (o, lo que es lo mismo en este caso, que serán utilizados como excusas para ofrecer resistencia institucional). Bien podrían interpretarse entonces las propuestas parlamentarias como intentos narrativos para influir en el proceso constituyente, como ocurrió en el proceso pasado cuando senadores democratacristianos presentaron un proyecto para disminuir el quórum de reforma constitucional. Tal vez en sus inicios dicho proyecto tenía escasas posibilidades de éxito, pero igualmente suponía una toma de posición (o esfuerzo narrativo) para viabilizar una alternativa en contra de la propuesta de la Convención. El problema en el escenario actual —como en dicho caso y en el del gato— es sólo si acaso sabremos cómo deberíamos aproximarnos a esta incertidumbre cuando toda medición posible ya sea extemporánea.