Existe una mayoría política que busca imponer un nuevo Chile, un nuevo sistema político y una nueva justicia.
La idea de un Chile “excepcional” tiene sus orígenes en la primera mitad del siglo XIX. Surge gracias a la influencia de dos eminentes argentinos, Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento. Al otro lado de la cordillera tenían a Juan Manuel de Rosas, el dictador que marcó la historia de Argentina. En Chile, en cambio, vivíamos en libertad y con cierto orden. Éramos una democracia avanzada para aquellos tiempos. Pero lo interesante de nuestro supuesto “excepcionalismo” es que fue acuñado por extranjeros y su origen fue político. Sirvió a los que se oponían al dictador. Y nos sirvió a los chilenos. La verdad es que nos quedó gustando ser excepcionales. Quizá demasiado.
Si vemos un mapa del mundo, un país como Chile, con una geografía tan loca, larga y angosta, no puede ser sino excepcional. Con la imponente cordillera que cae sobre el océano Pacífico y lo abraza, Chile es único. Siempre nos ha gustado jactarnos de ser únicos y excepcionales. Nos miramos el ombligo. Y nos encanta cuando nos miran. Más aún cuando llamamos la atención del mundo.
Basta repasar nuestra historia reciente. Durante la Guerra Fría Chile coqueteó y se movió entre los extremos. Eduardo Frei-Montalva, juntando libertad con revolución, ganó con su exitosa campaña de la “revolución en libertad”. En seguida, Salvador Allende fue elegido nuestro primer Presidente marxista. Chile era observado por el mundo. Era el inicio del “Camino chileno al socialismo”. Chile era un experimento en medio de la Guerra Fría. Éramos únicos y excepcionales.
El brutal golpe de Estado dio otro giro radical. Milton Friedman visitó Chile en marzo de 1975. En seguida se implementó el “Plan de recuperación económica”. Era el inicio del “camino chileno al liberalismo económico”, el momento de los Chicago Boys. El mundo nuevamente nos observaba. Chile había derrotado al comunismo. Y antes de la caída del Muro de Berlín. Éramos los pioneros del “mundo libre”. Nuevamente, únicos y excepcionales.
En ambos extremos de este vértigo pendular, Chile fue un laboratorio observado por el mundo. Con el regreso a la democracia, fuimos admirados por seguir una transición ejemplar. Pinochet, vencido por un lápiz y un papel, dejaba el poder después de un plebiscito ejemplar. Nuevamente nos sentíamos únicos y excepcionales. El mundo nos miraba. Pero duró poco tiempo. El semanario The Economist nos tildó como el país aburrido que hacía las cosas bien. Mientras tanto, Bachelet y Piñera se repetían el plato. Pero nos aburrimos de los exitosos años de la Concertación. Y nos aburrimos de ser el país ejemplar y mateo de Latinoamérica.
Con el estallido de octubre de 2019 se produjo el nuevo giro. Aunque encontramos una salida institucional con el “Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución” y un abrumador 80% aprobó una nueva Constitución, inventamos una forma original de elegir convencionales constituyentes. Así, con la paridad de género, los escaños reservados y las listas de independientes, volvimos a sentirnos pioneros en el mundo. Además, en diciembre elegimos a Gabriel Boric con un histórico 55,8%. Es el Presidente más joven de nuestra historia. El mundo vuelve a observarnos. Y recién ahora, con la Convención Constitucional y el joven gobierno, volvimos a ser únicos y excepcionales.
Sabemos que los gobiernos pasan y las constituciones quedan. Y la Convención avanza a pasos precipitados, pero firmes. El panorama, donde pueblos originarios unidos a la izquierda radical han tomado el liderazgo, no es alentador. Existe una mayoría política que busca imponer un nuevo Chile, un nuevo sistema político y una nueva justicia.
Aunque alguien dijo que la historia no se repite, pero rima, nos encanta ser únicos y excepcionales. También ser observados por el mundo. Hasta Alberdi y Sarmiento sabían que Chile era un laboratorio. En fin, ya veremos cómo salimos de este nuevo “excepcionalismo”.