«Aunque la representación no excluye a la participación, ya no basta solo con representar. Se necesita algo más».
Saliendo de la crisis del covid-19, entramos al tercer decenio del siglo XXI con incertidumbre, pero también con una acelerada capacidad de adaptación que sorprendería al mismísimo Charles Darwin. Basta ver a un niño familiarizado con un sofisticado aparato celular. Parece que hubiera nacido conociendo las pantallas y los movimientos necesarios para relacionarse con ese nuevo mundo tecnológico. Y a tantos jóvenes —y no tan jóvenes— caminando por la calle mientras escriben sobre su celular. Usan sus dedos con sorprendente rapidez y envidiable habilidad. Como solía decirse, ya no solo “caminan y mascan chicle”. También pueden ver, pensar, sentir y escribir al mismo tiempo.
En términos de adaptación, la incapacidad de muchos gobiernos contrasta con la acción humana que evidenció la carrera por las vacunas. No debemos olvidar que, a lo largo de nuestra historia, el motor del progreso y de la adaptación ha sido la capacidad de las personas. El éxito científico de las vacunas es el resultado de una coordinación y competencia formidables. El denostado mercado, como ese espacio de intercambio de ideas y tecnologías, pudo más que muchos Estados.
La profundidad de la incertidumbre que hoy vivimos nos exige velocidad de adaptación. Todo está cambiando rápido, quizá demasiado rápido. Las respuestas simples, las certezas de antaño y nuestros paradigmas más preciados, corren el riesgo de la obsolescencia, de algo nuevo, algo imprevisto que puede sorprendernos. Esas películas que parecían ficción hoy presagian algo más que solo fantasías. El covid-19 es solo otro ejemplo.
El capitalismo y la tecnología se mueven a pasos agigantados. Esto afecta a la economía y a la política. En efecto, la economía de bienes y servicios está siendo reemplazada por la información. Por otra puerta entra la inteligencia artificial. Las empresas más grandes —los nuevos Leviatanes del mercado— ya no están produciendo petróleo. Están en la tecnología, en el poder de la información y su administración. En estas nuevas circunstancias, hasta la teoría económica, con su función de producción en base al trabajo (L) y el capital (K), parece anacrónica.
La política también está cambiando. Aunque la representación no excluye a la participación, ya no basta solo con representar. Se necesita algo más. Los ciudadanos no se creen los cuentos tan fácilmente, no confían únicamente en las capacidades y habilidades de la realpolitik. Más allá de las palabras —ese famoso logos—, existe una especie de anhelo por la franqueza, por esa sana espontaneidad que reflejan algunos liderazgos. Y también por una genuina responsabilidad. Solo recuerde cómo los alemanes despidieron a Angela Merkel aplaudiéndola durante seis minutos seguidos.
No solo vivimos de la razón, sino también de las pasiones. Por eso la política hoy exige buscar esa virtuosa combinación entre razones y sentimientos. Existe, por así decirlo, una demanda por una razón empática o una empatía razonable. En cierto sentido, el dictum kantiano de la razón ya no es suficiente. Tampoco lo es el simple cálculo utilitarista de la mayor felicidad del mayor número. El desafío para los nuevos liderazgos políticos es ese frágil equilibrio entre cabeza y corazón.
Son tiempos inciertos, de alto riesgo, pero también de oportunidades. John F. Kennedy utilizó y popularizó la idea de que la palabra china para crisis, “wei-chi”, estaría compuesta por riesgo (wei) y oportunidad (chi). Aunque los expertos cuestionan esta interpretación —la realidad lingüística suele ser más compleja—, esta idea mantiene su atractivo como una invitación a ver la incertidumbre como una oportunidad esperanzadora. Y con el proceso constituyente y la recargada agenda de elecciones, qué mejor que acoger ese optimismo. En efecto, se pondrá a prueba nuestra capacidad de adaptación política.